Cuenta Julián Martín Cubo, coleccionista y propietario del Museo Cochaca de Hontanares de Eresma, que no hay manera de saber por qué su abuelo era conocido con el apodo de ‘Cochaca’ en el pueblo de Monterrubio, en la campiña segoviana, de donde procede la familia. El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua admite el término cochaco/a como expresión coloquial: “dicho de un joven elegante, servicial y caballeroso” y como adjetivo asimismo coloquial en parecidos términos: “persona bien educada”. Pero nadie ha podido responder a Julián sobre el origen del apodo familiar aunque lo que sí parece descartado es que proceda de los lugares geográficos que en Bolivia y Perú se denominan Cochaca. Por cierto, la RAE señala que en Perú se utiliza esta palabra para referirse despectivamente a los policías o integrantes de la fuerzas armadas. Nada que ver.
El caso es que Julián Martín Cubo, como ya contara en 2019 en El Adelantado al corresponsal en la zona, Álvaro Pinela, quiso dedicar este museo fruto de su colección particular y de algunas donaciones también privadas, a su abuelo, a sus orígenes en Monterrubio donde, por cierto, una hermana suya también dio ese nombre a una casa de turismo rural.

El Museo Cochaca, ubicado en la calle de San José de Hontanares de Eresma, a unos 15 minutos de la capital segoviana en coche, es un museo, sobre todo pero no solo, de aperos de labranza y de ganadería.
Martín Cubo ha ejercido la profesión de albañil y este oficio le llevó a su faceta de coleccionista. Cuando trabajaba en casas viejas, muchas de ellas con desvanes, donde durante décadas se habían acumulado “trastos” y pertenencias ya en desuso de los que sus propietarios querían deshacerse, empezó a diferenciar entre lo que debe tener como destino una escombrera o un contenedor y objetos que por sus características, su estado y, en definitiva, la historia personal o colectiva que representan, son merecedores, desde su punto de vista, de un ‘indulto’, de tener su lugar en este museo de Hontanares que es todo un logro y merece un reconocimiento aunque no figure en guías oficiales ni se encuentre dentro de los circuitos turísticos más conocidos de la provincia.

Puede afirmarse que este es un museo popular, en la acepción más pura del término, porque ha cobrado vida en un pueblo y de alguien con inquietudes por dar a conocer un legado que, como Julián asegura, es reconocido sobre todo por los más mayores aunque como promotor lo enseña con orgullo a quien quiera descubrirlo. Asegura que, aunque las nuevas generaciones no lo valoran igual, ha disfrutado con las visitas que han hecho, por ejemplo, niños del colegio del municipio, acompañados por sus maestras o maestros, para llevar a cabo un ejercicio práctico en el que tienen que identificar útiles como unas alforjas para la caballería sin tener la menor idea de qué es eso, lo que sin duda puede generar situaciones divertidas.

Dice Martín Cubo que desconoce la cifra exacta de los objetos que posee, aunque hace una estimación por encima de las 600 piezas. Tampoco se ve capaz de dar una fecha para datar el inicio de esta importante colección. “Hace más de diez años pero seguramente menos de quince”, afirma, porque empezó con un par, que luego fueron ocho y así fue creciendo, sin ser muy consciente de hasta dónde estaba llegando.
Son objetos originales, la mayoría de los siglos XIX y XX, aunque la más antigua documentada es “una hoja de espada labrada en Toledo”, del año 1796.
Por las paredes de un espacio amplio, en una vivienda de 104 metros cuadrados, está dispuesta una amplia variedad de aperos y herramientas de labranza: una cañiza (timón del trillo), una máquina de desgranar maíz, bieldos (instrumentos para aventar la paja del cereal), palas, rastrillos, trillos, ubios (yugo de bueyes o mulas), angarillas, aguaderas, serones, dediles, zoqueta (pieza de madera, a modo de guante, con la que el segador se protegía de los cortes de la hoz los dedos meñique, anular y corazón de la mano izquierda), etc.

Pero también llaman la atención del visitante una bicicleta antigua procedente del pueblo de Marugán, una preciosa cabezada de cuero con incrustaciones de metal (para caballerías), un reclinatorio, braseros, vasijas, viejos aparatos de radio, un bello crucifijo de escayola rescatado en Segovia, con un gran valor; un curioso tomavistas de 1976 y hasta uniformes de general confeccionados en Zaragoza, entre otros.
Es fácil dejarse invadir por la imaginación, la nostalgia, los recuerdos de infancia cuando se contemplan objetos como una báscula que Julián Martín fue a buscar a la localidad madrileña de El Escorial, que perteneció a una tienda como otras tantas en el siglo pasado, donde en alguna ocasión los que ya han cumplido al menos medio siglo de vida hicieron compras, solos o acompañados por madres, abuelas, etc.

Una guitarra y cuerdas de esparto forman parte de la cuota musical del museo. Contaba su promotor a Pinela en 2019 que este instrumento lo adquirió en el propio Hontanares “por 500 pesetas en su momento”.
También de Hontanares, procede la centralita de la antigua estación de ferrocarril, de la que asoma un listín telefónico, mecanismo que forma parte de la memoria sentimental de la localidad, seña de identidad de un pueblo con pasado ferroviario, en la línea Segovia-Medina del Campo que funcionó entre los años 1884 y 1993.
Entre los fondos puede apreciarse incluso una corneta de alguacil, instrumento que este empleado municipal hacía tocar en algún lugar público concurrido, generalmente la plaza del pueblo, antes de entonar eso de “se hace saber que…” Explica Julián que fue donada pon una persona de Valseca “y era del señor Víctor, antiguo pescadero”.

En cuanto a los objetos de arte, además del citado crucifijo, destacan dos cuadros de ‘La Última Cena’. Hay que señalar que todos los fondos han sido limpiados esmeradamente y se encuentran en buen estado de conservación.
En los últimos años ha recibido también alguna donación interesante. Para quien lo visite próximamente propone una especie de acertijo: “Es un objeto con más de cien años; ni yo mismo sabía lo qué era y cuando pregunto a los visitantes, nadie sabe para qué servía”. Solo lo revelará al final, cuando el visitante se dé por vencido.
El pavimento
Merece un apartado especial el pavimento del museo, obra del propio Julián Martín Cubo, “una maravilla” única, cuenta.
“No hay un piso así en ningún otro sitio”, explica porque, además del valor del trabajo artesanal y los materiales utilizados, tiene sobre todo el sentimental por el amor que muestra hacia su familia. Figuran el nombre de ‘Museo Cochaca’ y, entre dibujos geométricos, las iniciales de familiares: las de su mujer, Pilar, las de sus hijos Rebeca y Martín y las suyas y también inscripciones en latín sobre la libertad y hasta sobre el gusto por fumar, así como los nombres de las dos localidades que han sido importantes en su vida: Hontanares y Monterrubio, y un portón en el centro, una invitación a conocer este espacio etnográfico.

Por cierto, está casi convencido de que este año, para las fiestas de agosto en Hontanares, celebrará nuevamente una jornada de puertas abiertas en el museo. Quien quiera visitarlo en otras fechas tendrá que ponerse en contacto con él en este municipio segoviano, porque seguro que encuentra un hueco para enseñarlo.
