Quien no haya tenido nunca una peña, quien no haya vivido las fiestas desde dentro, no puede explicar qué se siente, con qué intensidad se viven esos días donde no existe el mañana, ni falta que hace. Las peñas son una comunión con los tuyos, una identidad marcada con el peto, las camisetas o el nombre: eres de esta peña, y no de otra, aunque en el pueblo todos se conozcan y todos sean, más o menos, amigos. Desde esa comunión puede nacer cualquier cosa, puede pasar cualquier cosa, y se tejen complicidades y se viven experiencias que regresan cuando menos te lo esperas, en ocasiones muchos años después, pintándote en la cara una sonrisa. En Cantimpalos los mozos y las mozas de este año ya están construyendo sus recuerdos, como los estaban creando los mozos de la peña KPK hace 25 años, como los estaban construyendo los mozos de la peña El Trébol hace 50 años. Lo mejor de las fiestas es que cada año se renueva la liturgia, que el espíritu sigue vivo, y que da igual si tienes 20, 40 o 70, las ganas siguen ahí, y también cierta responsabilidad emocional, sabes que sin ti no hay fiestas, y que debes transmitir el legado que te dejaron tus antepasados.
Las fiestas para los peñistas jóvenes son el nervio de la vida que galopa desbocada por sus venas, la promesa de un amanecer tras una noche de juerga, o tal vez, del primer beso de un amor de verano. Para los más veteranos son como un tratamiento antienvejecimiento, en el que se renuevan los propósitos y se vuelve al origen de la felicidad, a darlo todo una vez más.
