Cuando los días van acortando las horas de luz , mis pensamientos se centran en el noviembre que se vivía en mi pueblo, MIGUELÁÑEZ, en ese mes con características muy pronunciadas. Desde el “Por los Santos la nieve entre los cantos” (no en los altos, pues entonces por estos lares ya se solía ver el blanco manto por las peñas del cerro de San Isidro) al de “Por San Andrés la nieve entre los pies”, eran treinta días con diferencias notables a otros meses del año.
Ya al inicio, “los Santos”, el uno, con esa visita vespertina al cementerio con monótonos responsos rezados sepultura a sepultura, mientras al bonete de D. Mariano, el cura, caían unas perrillas y esos responsos cantados con más pomposidad si en dicho bonete se depositaban monedas de peseta. Y así hasta que la luz solar se iba apagando y veíamos los chicos, no sin cierto temor , el crepitar de las lamparillas si es que el viento o la lluvia, frecuentes en esas fechas, lo permitían en las tumbas, entre las fúnebres coronas de plumas negras y moradas.
Y después, a tomar los riquísimos buñuelos de Mariano el bizcochero, famoso por su bar-pastelería en la plaza, que sin duda era un referente de nuestro pueblo por la calidad de sus afamados productos de pastelería. Los citados buñuelos de crema los seguiría haciendo hasta finales de mes en que los sustituiría por los no menos sabrosos “amarguillos” preludio ya de las próximas navidades.
Después, al salir de la correspondiente sesión de cine en el espléndido local levantado con el esfuerzo y aportación de todos los vecinos, sí causaba respeto ese tañer triste de campanas recordando a los difuntos que perduraría largas horas en esa noche oscura y tenebrosa de ánimas (¡qué contraste con el tan americano y ruidoso Halloween que nos ha invadido últimamente!).
El día 2 era para los escolares, muy numerosos esos años 50- 60 , una jornada especialmente esperada. Era la “cachetía” ¿en qué consistía?, durante los días 1 y 2 las feligresas, que tenían su sitio en la iglesia iluminado con cirios, y que se conocía como “sepultura”(sin duda reminiscencia de cuando los enterramientos se efectuaban en el templo), llevaban unos panecillos redondos que colocaban junto a los cirios y velas encendidas, y cuya cera caía a veces sobre ellos. Acabada la misa el ya citado D. Mariano, el cura, ayudado de “la Guadalupe”, el ama, recogían en cestos dichos panes, que partidos en cuatro cachos (de ahí el nombre de cachetía) nos daba a los niños/as de la escuela, siendo los más beneficiados los monaguillos que teníamos el privilegio de recibir un pan entero (sería por las horas de frío llevando el bonete en los responsos del día anterior) Pero lo que sí era verdad es que ese pan nos sabía distinto y mejor que el que consumíamos a diario.
Continuaba el mes con la novena de ánimas, tan lúgubre como lo anterior que se celebraba, como no podía ser menos por la noche y que para mayor efecto el cura tapaba gran parte del magnífico retablo renacentista con un cuadro enorme, hoy desaparecido, de una Virgen del Carmen sacando “ánimas” de las llamas.
Esos primeros días de noviembre marcaban a la chiquillería el inicio de una actividad repetida todos los años: recoger leña y amontonarla en el medio derruido viejo osario existente en lo que hoy ocupa parte de la rampa que salva las escaleras de la iglesia, para ser quemada la noche de Nochebuena, actividad que se repetiría diariamente hasta dicha fecha.
Pasados esos días y ya bien entrado el mes llegaba el día 21 y al anochecer veíamos en la Cuesta Grande una gran luminaria que significaba que el vecino y querido pueblo de DOMINGO GARCÍA estaba de víspera de su fiesta, Santa Cecilia.
Recuerdo como ese día íbamos a la escuela con un sentimiento contrapuesto, me explico, teníamos la ilusión que llegaran las cinco de la tarde para salir corriendo de la escuela, pasar por casa a recoger unas cuantas perrillas y encaminarnos rápido a DOMINGO GARCÍA. ¡Ah! Pero había un obstáculo y es que D. Laureano, el severo maestro, únicamente castigaba dejando encerrado en la escuela ese día , justo el día 22, Santa Cecilia. ¿A quién le tocaría ese año? ¡No fallaba! Uno o dos se quedarían sin el caramelo de Santa Cecilia.
Los que teníamos la suerte de librarnos del encierro de don Laureano salíamos contentos desafiando el frío, la lluvia y a veces la nieve a gastarnos las perras al cercano pueblo y allí estábamos hasta que ya entrada la noche volvíamos corriendo cuesta abajo el Km que separaba ambas localidades, encontrándonos entonces con los “mozos” que en bici o a pie subían al baile.
Y algo que acontecía este mes era el comienzo de las “ matanzas”, por entones algo normal en casi todos los hogares y que era una auténtica fiesta para los familiares, amigos y vecinos, un verdadero rito que hacía las delicias de la chiquillería ¡Cómo recuerdo el olor del caldero haciendo las morcillas o los chicharrones, el cerdo colgado para orearse durante la noche de la viga, el humo de las pajas de centeno de chamuscar, los barreños con la carne macerándose con pimentón para hacer los chorizos…!
Pues bien, ese era, ¡qué distinto del ahora!, Noviembre en este pueblo de la campiña castellana, entonces, aunque pequeño muy poblado y que hoy precisamente languidece. Ya no hay bullicio de niños saliendo de la escuela, ni tertulia en el bar, ni sesión de cine , ni buñuelos, ni ese olor a leña quemada en el hogar mezclándose con la niebla, ya no hay…casi…nada.