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Mis queridos párrocos rurales (I)

por Carla Diez de Rivera
15 de diciembre de 2025
Carla Díez de Rivera.

Carla Díez de Rivera.

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El mercado de Los Huertos y las catas

Que no nos quiten los bancos

De murallas, muros, fronteras y ciudadanía

El jueves estuve en la Gala de presentación de la Memoria de Actividades de la Iglesia 2024. Es un acto del que siempre salgo esperanzada porque muestra el rostro de la Iglesia en España en todas sus variantes. Este año me llegó al alma don Oscar rodeado de las fuerzas vivas de la Parroquia de Retorta, una pequeña aldea de Orense cuyos vecinos salvaron del fuego su iglesia y sus casas. Es posible que haya quien se sorprenda al verme elegir ese preciso momento de la gala porque no fue el más impactante ni el más espectacular, pero a mí es el que me llenó el alma porque me llevó directamente a mi Santa Cecilia, parroquia de Domingo García, pequeño pueblo de la campiña segoviana y se me llenó el corazón con mi párroco –que tiene muchos nombres- y sus fuerzas vivas. Hice memoria del regalo que habían supuesto en nuestra vida cada una de esas personas.

Hilario, con su vieja e impoluta sotana, no solo rezumaba dignidad, sino sabiduría y un corazón austeramente cálido que nos acogió cuando llegamos al pueblo. Él ofició en nuestra boda y a él le escuché sorprendida terminar su último sermón del día de Todos los Santos con unos versos de las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre

Hilario ya no vivía en el pueblo. Vivía en Bernardos y llevaba las Parroquias de Bernardos y Miguelañez, además de la nuestra. El último cura que vivió en Domingo García fue don Miguel, al que Fernando y yo no conocimos personalmente, pero del que todavía se guarda memoria en el pueblo no solo por el San Miguel que regaló a la Iglesia, sino porque debía saber de música pues dejó un cancionero que sigue en uso. Aunque nunca le hubiéremos visto, conocemos bien a don Miguel porque Fernando compró la antigua casa parroquial a una empresa que a su vez se la había comprado al obispado. La empresa se hacía con casas viejas, las restauraba y las vendía ya rehabilitadas para darles una nueva vida; pero en este caso les pilló la crisis correspondiente y se les quedó la casa colgada y dormida en el tiempo. Fernando no tira nada y guardó con ternura desde la factura de la última sotana que encargó don Miguel en Valencia, a periódicos antiguos y papeles suyos. Yo tengo un precioso crucifijo de metal con el que Fernando nuestro hijo jugaba de niño a celebrar misa. Así que don Miguel es muy de casa.

Don Juan, catalán afincado en Castilla, desde niño quiso ser misionero y, después de toda una vida esperando anhelante ser enviado a la misión, al final nos dejó para irse a Cuba. El regalo del pueblo fue un maletín con todo lo necesario para que pudiera celebrar misa en cualquier parte, porque no sabíamos con qué se iba a encontrar. Cuando, años más tarde, volvió de visita la iglesia estaba a rebosar de gente deseando escucharle e impactada por lo demacrado que estaba. Fernando hijo, que era muy pequeño, debió impresionarse, pero no dijo nada. Nos enteramos tiempo después cuando, al contarle que nos íbamos los tres de misiones familiares con un grupo de familias de Schoenstatt a Tres Casas y San Cristóbal, le notamos reticente. Nos reconoció su preocupación: “es que vamos a pasar mucha hambre”. Preguntamos de dónde sacaba esa idea y muy sorprendido nos respondió: “¿Pero no os acordáis de lo flaco que volvió don Juan?”.

Esa Semana Santa entraron en nuestra vida Isaac y su inseparable hermano Antonio. Isaac había estado muchos años de misionero en Zimbabwe. Los hijos y nietos de las personas que él había bautizado, casado, catequizado y ayudado a morir acudieron a la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid en el 2011. Esos chicos se presentaron un día en Tres Casas porque sus padres y abuelos les habían dicho que no podían volver a casa sin haber ido a visitar a Isaac. ¿Qué era para un zimbabuense ir de Madrid a Segovia si muchas veces tenían que andar horas para asistir a Misa? Es conmovedora la memoria y el agradecimiento de un pueblo por el que se había dejado la vida y la salud.

Junto a Isaac, estaba don Antonio, su hermano, que una vez “jubilado” como capellán en la Clínica Universitaria de Navarra había vuelto a su tierra a vivir con él para ayudarle fiel y discretamente en sus parroquias. No podían ser más distintos pero era conmovedor verles juntos. Tú que me estás leyendo, me vas a decir: “oye, que Isaac no es tu párroco -y don Antonio tampoco- ¿qué haces hablándome de ellos? Lo sé; formalmente nunca lo fueron, pero Isaac dejó una gran huella en mí, me invitó a hacer cosas inimaginables y presencié la gran y abnegada labor de los dos hermanos en esos pueblos segovianos. Hace mucho que no voy a ver a Isaac a San Miguel, tengo que pasarme un día.

Don Edwin era un joven colombiano, con vocación misionera. “Yo esperaba otra cosa, pero mi obispo me mandó de misiones a estos sobrios pueblos de Castilla” nos contó con gracia un día. Terminó con un “vengo en agradecimiento porque ustedes, los españoles nos trajeron la fe y ahora estoy yo de vuelta a reavivar esa fe adormecida que un día nos dio la vida”.

A don Deogratias, un sacerdote de Ruanda que estaba haciendo su doctorado en España, le vi por primera vez un día de Todos los Santos. De camino al cementerio, bajo el diluvio, Fernando le invitó a comer en casa y llegó al terminar su ronda de pueblos. Estaba recién llegado y todavía conocía a muy poca gente. Esa mañana se había levantado triste y añorante pensando que ese día mientras su madre y su familia estaban celebrando juntos en la Iglesia con toda su comunidad, porque en su tierra era una gran fiesta, él iba a comer sólo. “¡Pero el Señor no quería que yo comiera solo hoy. Me tenía preparada una familia que me ha invitado a su casa!” Nos confesó a los postres en un susurro con una inmensa y emocionada sonrisa. Todavía guardo esas palabras en el corazón. Estoy segura que pasó hambre porque era un grandullón y al ser algo improvisado comimos de restos. Recuerdo también el interés que se tomó cuando le pedimos que casara a una sobrina nuestra. Para él no era un mero trámite:  quiso conocer a los novios, hablar con ellos, asegurarse de cómo se iban a preparar… Esa comida fue preciosa, Cristina y Gabin conocían Ruanda, habían trabajado ahí, el sacerdote con el que se estaban preparando era conocido de don Deogratias porque estaba vinculado a la Universidad en la que él se estaba doctorando. Una vez terminado su tiempo de formación en España volvió a Ruanda, allí le esperaban nuevas tareas. En el desayuno de despedida don Deogratias no era el mismo que llegó años antes y nosotros tampoco.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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