A la vista del carajal político que la ciudadanía viene constatando tanto en el Gobierno como en las Cámaras (en ambos casos nada edificantes para la ejemplaridad y la solvencia que requieren semejantes instituciones como foco de representación popular) cabe pensar si semejantes comportamientos —a veces germinados en grupúsculos de escaso músculo político y escasamente democrático sino más bien floreciendo en actitudes de ninguna estabilidad hacia el Estado— habría sido necesario lubricarlos a tiempo con el respeto obligado a la Constitución antes de que los procelosos caminos de los atropellos a la legalidad se hubieran llenado de abrojos de la vileza que nada tienen que ver con la democracia participativa deseada.
En mi opinión, en las recientes páginas políticas en las que se ha evidenciado una convulsión de perversa interpretación de la participación existió un foco que si bien como movimiento reivindicativo de una nueva regeneración pacífica no tumultuaria pudo tener su interés, no parece menos cierto que su devenir (y el afloramiento de intenciones alejadas de la convivencia luego reveladas) no ha logrado la regeneración deseada –por encubierta que fuera su finalidad- sino todo lo contrario. En este sentido hemos de fijarnos en el movimiento asambleario ciudadano del 15-M (con la Puerta del Sol como máximo exponente) conocido como movimiento de los “indignados” con el propósito de una nueva democracia más participativa. Lejos de la casta, decían. Y bajo ese paraguas se empezaron a crear centenares de colectivos ciudadanos —que se creían con iguales derechos— y nuevos partidos políticos y grupúsculos de toda índole que accedieron al arco político democrático a través de las elecciones generales del 10-11-19 que darían paso a la XIV y convulsa legislatura el 3-12-19. Y es a partir de ahí donde se focaliza una falta de respeto y lealtad a lo establecido (gracias al esfuerzo, no se olvide, de todas las corrientes políticas de entonces) que debería haber sido objeto de reflexión y, en todo caso, de menos tolerancia a grupos claramente hostiles a la Constitución, como lo demostraba su falta de acatamiento a la preceptiva fórmula de obligado cumplimiento para la validación del acta de parlamentario (juro o prometo, en el mejor de los casos) por mi conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo de Diputado con lealtad al Rey y guardar y hacer guardar la Constitución como Norma fundamental del Estado) sin cuyo requisito —según la Ley Orgánica del Régimen Electoral General— no es posible tomar posesión de la acreditación parlamentaria. La cosa estaba bien clara. Aunque se conculcó por un exceso de tolerancia.
A la vista de la vulneración de la Norma con “juramentos” como los que algunos de “sus señorías” (o lo que sean) tolerados por la presidenta del Congreso Maritxel Battet hicieron aquel 3-12-19, entre otros, Junt-perCataluña, ERC, Bildiu y BNG deberían haberse considerado jurídicamente inválidos y por tanto imposibilitar su acceso a la condición de parlamentarios: “Por Euxkal Herria libre”, “Por la República catalana”, “por imperativo legal hasta la creación de la República Vasca”, “Por imperativo legal hasta lograr una Navarra soberana”, “Por lealtad al 1-O”, “Por los presos políticos”, “Por la soberanía del pueblo catalán”, “Por la justicia social”, “Por la libertad de los presos políticos”, “Por las trece rosas”. Por consiguiente la convulsión se veía venir. Mas como no era obligatorio asumir la fórmula si se tenía otro pensamiento político, hubiera bastado con que no se hubiera participado en el juego político renunciando al acta y al sueldo. De nada sirvió la protesta del PP, Vox y Ciudadanos contra esa tolerancia de la presidenta Battet que consideraron como posible prevaricación.
Parece claro que a la vista de la vulneración de la Norma con “juramentos” así, su invalidación para el cargo hubiera frenado en buena medida el espectáculo que diariamente se está dando en el Parlamento español. Sin embargo se pecó de excesiva tolerancia y así nos va.
