A decir verdad la expresión de “virus” no nos resultaba ninguna extrañeza dentro del concepto impreciso que teníamos de las epidemias con que de vez en cuando se desenvolvía y peleaba el planeta. Habiamos oído hablar de otras crisis epidemiológicas como la llamada (mal llamada) “gripe española”, que en el 1918-19 causó cien millones de muertos; el “cólera” (tres millones de muertos); la “viruela”, 300 millones de muertos; el “Ebola” o el “Sida”. Incluso, bien pensado, a veces conocíamos que alternábamos con un “virus” –sin determinar- cuando alguien caía enfermo sin una patología muy certera- se diagnosticaba que tenía un “virus” o que incluso fallecían con un “virus” que ni se sabía cuál era su esencia ni dónde se había producido el contagio ni si se había aplicado –en consecuencia- la terapia que hubiera exigido su eliminación, de haber conocido su etiología.
Que yo recuerde, ninguna de esas crisis había afectado con tanta virulencia y rapidez de transmisión como la que estamos soportando ante la pandemia del coronavirus que hizo que en el planeta se declarase de oficio la situación de alarma y la imposición por Decreto de confinamiento (o arresto domiciliario) de millones de españoles sin fecha de caducidad.
Así las cosas y vistas desde otra perspectiva de la crueldad que supone semejantes medidas (en todos los sentidos: sanitarias, sociales, políticas, económicas,etc.) habremos de convenir que esta situación que nos tiene acobardados y al borde de iniciar una nueva época de imprevisible transformación al menos ha servido para permitirnos chequear el tono del músculo familiar. Me refiero a que si éste estaba lo suficientemente lubricado o chirriaba cuando se le forzaba un poco con situaciones indeseadas o enfrentadas.
En primer lugar yo creo que hemos podido constatar durante este tiempo nuestra capacidad de resistencia al encierro impuesto. O lo que es lo mismo a olvidarnos de nuestros hábitos diarios que daba la convivencia social tradicionalmente asentada. No es lo mismo aparecer en casa a la hora de comer (incluso sólo a cenar y tarde) que permanecer en el hogar (con todas sus consecuencias) durante las 24 horas del dia. Que no es igual vivir que convivir. Y así ha servido para chequear el estado de amor con la pareja (opacado o alejado muchas veces por un exceso de trabajo acomodaticio) y con los propios hijos con los que la ausencia de horas de permanencia en el hogar impedía un proceso de educación filial y, consecuentemente, una falta de interiorización de ese amor, ese conocimiento entre padres e hijos (sin darnos cuenta de que puede ser demasiado tarde) y favorecer el tejido de la educación familiar. Es decir el fortalecimiento de la convivencia familiar quizá un poco debilitada. Aunque ese agobiante encierro haya servido también ¿por qué no? para nuevos caminos de separaciones o divorcios si se constató que se rompió el amor. Tambien ha servido, creo yo, para caer en la cuenta de la utilidad –sensata- de los medios digitales. ¿habeis tenido tantas llamadas o wahssap como podías haber pensado? ¿y habéis llamado a tantos amigos como creías tener?
Otro tanto ocurre con la aplicación del tiempo, que si antes nos faltaba ahora nos ha sobrado para agudizar el ingenio o aplicar planes familiares para compartirlo. Y llevarnos una sorpresa de las cosas en las que podíamos aplicarnos para colaborar en la marcha y estado del hogar. Hombre, en esta situación de arresto también hemos descubierto la extraordinaria importancia de los medios de comunicación (Prensa, Radio, Televisión) a fin de estar al día de lo que pasaba fuera (para bien o para mal, que esa es otra). Y en el caso de vivir en soledad, igualmente ha influido en comprobar y controlar las crisis de ansiedad que lógicamente se han producido a lo largo de estos más de tres meses de confinamiento decretado.
En fin, véanlo así para sacar un aspecto menos doloroso de una situación que ni mucho menos nos esperábamos y que ha dejado muchas ausencias de quienes se quedaron en el camino. Saquen la conclusión de cómo está de ágil su músculo familiar y si comprueban una falta de tono, no descuiden lubricarlo para que la armonía familiar no quede cuando salgamos de ésta, opacada por un “exceso de trabajo” .casi siempre irreal e innecesario- sino reactivado y aplicarle la “puesta a punto” si es que en este arresto han comprendido que no lo estaba.
Al final (del que no se sabe la fecha de caducidad) resultará que no ha servido sólo para desesperarnos sino para intuir el principio de un camino incierto cuando salgamos de esta crisis. Quiéranse.
