En película protagonizada por el Gordo y el Flaco, ambos cómicos hacen de transportistas. Su misión consiste en llevar unos muebles hasta cierta casa situada en lo alto de una colina. La acción resultará frustrante, ya que, durante el ascenso, el carromato se cae una y otra vez. No hay manera de completar el trabajo.
Este guión parte del mito griego de Sísifo. Cuando el personaje está a punto de alcanzar la cima, su pedrusco rueda hacia abajo; y el hombre esforzado vuelve a intentarlo, sin éxito. Esa será su rutina diaria. El fracaso como premio a la perseverancia. El filósofo existencialista Albert Camus convirtió a Sísifo en héroe del absurdo. El castigo infligido por los dioses resulta terrible; pero el personaje se burla tanto de Júpiter y compañía como de la muerte. La clave radica en aceptar un destino marcado por la desesperanza: la imposibilidad de acabar nada.
Mi establecimiento en Segovia deriva de causa única: la aparición de dos gatitas en la casa de los abuelos. Me había desplazado, durante semana estival, para visitar mis queridos archivos; y, de repente, una época finalizó. La vida en un hilo. Mi hermano y yo, por separado, pensamos en el mismo símil cinematográfico para explicar aquel ‘big bang’: la película ‘The Rabbit Trap’ (1959). En vacaciones, un padre de familia y su hijo preparan una trampa para atrapar a un conejito, futura mascota. Al ser requerido por los jefes de la empresa, el protagonista acepta interrumpir el periodo de ocio, pues sus opciones de ascenso estaban en juego. No obstante, ya casi de vuelta en la ciudad, advierten un error: la trampa no había sido desactivada; y, una vez que accediera, el animal estaba condenado a morir de hambre. La decisión de retornar se impone, cual alegato antisistema.
En ausencia de esencia, algunas circunstancias azarosas deciden nuestra existencia, según le ocurre a ‘El extranjero’, leitmotiv de toda la obra de Camus, fallecido en accidente de automóvil a edad demasiado temprana. Bienvenido al mundo de los gatos, ajenos antaño a nuestra circunstancia, pronunció la veterinaria. “Segovia no es elección, sino obligación” escribió mi hermano. “El archivo; y me has enterrado en vida” sentenció en paralelo. De forma casi invisible, aquellas vacaciones ampliadas devinieron en algo más. Las cartas estaban echadas, tal vez desde que mi abuelo materno decidiera construir el inmueble. “¿Cuándo se jodió el Perú?”, preguntaba el personaje literario de Vargas Llosa.
¿Burla del destino?. Al inquirirme por lo que quería ser de mayor, hasta los siete años de edad contestaba con rotundidad: veterinario. En viaje al chalet de mis abuelos paternos en Oviedo, urbe donde me ilusionaba encontrar a la osa Petra, mi padre paró en León. Y fuimos a la Facultad de Veterinaria. Me enseñó un vocablo: yo quería ser albéitar. Cosas de niño, puesto que seguí otros derroteros; pero, tengo percepción de haber seguido un curso intensivo en la disciplina. Dolorido, he aprendido que “siete vidas tiene un gato” es afirmación falsa.
Tres años subsisten los gatos callejeros o ferales, nos repetían. Como si se tratara de ‘La metamorfosis’, de Kafka, nos transformamos en felinos, vía empatía con estos seres espléndidos. Así, desde la llegada a Segovia, integrado en la colonia, mi hermano solo superó tres años y cuatro meses de residencia.
A diario, acudimos a la cita con nuestros amigos de cuatro patas: mi familia segoviana. Como en cuento de realismo mágico, ninguno faltó al día siguiente de la muerte de Ernesto. Nos reunimos en la plaza de armas de la ciudad felina, paralela e invisible para los humanos, junto a mi otro árbol de Guernica, parejo al bautizado por Luis de Castresana en su novela sobre los niños vascos refugiados en Bélgica durante la Guerra Civil.
‘Godo’ y ‘Cojo II’, antiguos jefazos, dos gatazos, uno canela y otro pardo, estuvieron allí. Ambos, teatreros, podían emplazarse como duelistas sonoros; pero, nobleza obliga, las aguas jamás llegaron al río. En coexistencia pacífica, ambos aceptaban repartirse territorio y harén en buena lid; y, cuántas veces comieron juntos. Los echo mucho de menos. Me han enseñado más de geopolítica que los libros de Kissinger.
Cierta gata era muy especial; y tenía radio largo de acción. Por regla general, las hembras no se alejan de la colonia. Sin embargo, ‘Fiera’ nos seguía hasta tierra ignota. Mi hermano solía ir por delante; y esta criatura tricolor, con manchas gruesas, marrones, negras y naranjas, iba por detrás. Se paraba, con objeto de esperarme. Siempre en medio de los dos, sabedora de nuestra unión, hacíamos grupo de tres. No era cuestión alimenticia; nos quería. La gata fue bautizada con nombre de guerra porque tenía mucha personalidad. Podía bufar e imponer su jefatura a las compañeritas; pero era entrañable. Prima y ella nos saludaban desde los tejados con un monosílabo, diferente del miau. Éramos reconocidos como miembros del grupo.
Al igual que ‘Fiera’, ‘Cuarta Parda’ adoraba a ‘Godo’. No resultaba infrecuente que, antes de comer los manjares recién servidos, latas, botes, sobres y jamón de York, se alejase para avisar a su macho querido, si este se hubiera despistado. Tras la marcha de ese gigante tan cercano, ella fue hembra liberada; y contemplé su elección de gato negro, nómada, para procrear. Si ‘Cuartita’ avisaba a su madre para almorzar, la ‘Cuarta Parda’ fue altruista con ‘Bronquitas’; y permitió al vástago de ‘Ciega’ comer en sus dominios. El pequeñín apuntaba maneras; y era capaz de ponerle la zarpa encima a los jefazos. La guardiana de la ventana impartió lección de supervivencia a su prole, nieta incluida: el que se fue a Sevilla perdió su silla.
‘Mirona’, gris y blanca, llevaba la curiosidad del gato a extremos superlativos; y movía su cabeza para abarcar todo lo observable al otro lado del ventanal. Un mal día vino a despedirse: había adelgazado; bebió agua; y se marchó para siempre. Lo mismo hizo ‘Cojo II’, cuyos andares castrenses, marcados a izquierda y derecha, heredaron ‘Bebo’ y ‘Cieguín’. Los machos suelen abandonar la colonia nativa, incluso antes del año de edad, mecanismo reductor de endogamia. ¿Dónde acabaría ‘Leoncio’, gato pardo de mirada triste? Dejó a su inseparable ‘Munín’ para buscar ínsula en Barataria. ‘Cojo I’, ausente durante años, ha vuelto al terruño, convertido en ‘Gengis Khan’. Me honra la confianza del gato más grande y fuerte que haya visto.
‘Goda’ era una gatita naranja a quien conocimos cuando tenía dos o tres meses de edad. Por aquel tiempo, no se separaba de ‘Godo’, su hermano. Ambos, tan rubios, mudaron de colonia. Mi hermano los bautizó. Hijos de ‘Godo Viejo’, pertenecían al linaje de los reyes godos. En el pasado mes de octubre, apareció demacrada. Pudimos rescatarla; y llevarla al veterinario. Pronóstico reservado, tras posible atropello. Teníamos grandes esperanzas; pero, diez días después, falleció. Su hijo ‘Godín’, a quien también amamantó ‘Prima’, ha muerto en enero. Qué nostalgia, cuando ambos aparecían juntos en las tardes de agosto pasado. Tiempos de esplendor en la hierba que no volverán.
A pesar de nuestros cuidados varios, la población de la colonia –libre de las enfermedades más serias- no ha cesado de descender. Volvíamos y volvíamos; pero, cada vez había menos gatos. Mi hermano, quien empezó, aludía a sus ‘vidas efímeras’. Epígonos de Sísifo, ascendíamos por un senderillo, más allá del tronco icónico, para llenar algunos comederos. Al contrario que ‘Camus’, desde la derrota, pienso que la parca se ha burlado de nosotros. Castigo cruel.
En paso fugaz por la vida, Bebota ha dejado tres hijos angelicales. Madre coraje, solo se encaminó a la ventana cuando debía alimentar a sus crías. Obtuvo premio a la regularidad; y, al arribar al otro árbol de Guernica, siempre estaba allí, esperándonos. Apenas un día llegó más tarde; y la vimos descender, gallarda, desde las alturas. ‘Gata pequeñ’a, parda con incrustaciones naranjas, graciosa, llegó a permitirme cogerla en brazos. ‘Noble en extremo’, nunca bufó a sus convecinas. Siempre andaba con ‘Ciega’, quien debía ser su hermana, fallecida en 2022 al igual que ‘Tía’, blanquinegra añorada, una de las dos decanas de la colonia.
‘Bebota’, también llamada ‘Madre de las Bebas’, siempre comilona, no quería ingerir alimentos el pasado 30 de enero; y fue hospitalizada. Apenas 24 horas después parecía estar recuperada. Según ocurriera con mi hermano, todo parecía ir bien; pero, todo fue mal. Mi madre y yo presenciamos la partida de esta gatita entrañable, que solo pudo pasar ocho días en mi casa. “El último estertor”, pronunció la veterinaria. Todas hieren; la última mata. Como Sísifo, no faltaremos a la llamada de la lejana colina.
‘Bebota’ fue imagen diaria durante el tiempo de pandemia. El día de su muerte embarqué en el autobús hacia Madrid; y, justo desde aquella jornada, ya no era obligatoria la mascarilla. Adiós, ‘Bebota’ del alma. Eras tan linda y buena. Nunca te olvidaré.
