El fútbol se impuso sobre las polémicas; y Catar ha sido testigo de una de las finales más emocionantes en la historia de los campeonatos mundiales. Una vez concluida, Lionel Messi accedía al club de los mitos argentinos, junto a Evita, Perón, Gardel, Maradona y Ernesto Che Guevara, en país que, bajo influencia italiana, es mitómano. El emir sonreía, feliz; y obsequiaba al capitán de la selección albiceleste con una capa, otorgante del rango testimonial de jeque.
Argentina es el país de las desmesuras. Una de las economías más prósperas del planeta en los inicios del siglo XX, finalizó dicha centuria anhelante del primer mundo, perdido. Las crisis económicas recurrentes lo son de verdad; y, la inflación es enfermedad crónica. La tasa de noviembre de 2022 alcanzó el 92 por ciento; pero, el éxito balompédico hizo felices a muchos.
En las entrevistas concedidas, tras finalizar el partido frente a Francia, un miembro del plantel, trascendental, declaró: “somos eternos”. “La Argentina está acostumbrada a sufrir”, dijo otro. El fútbol, metáfora del país. En duelo de titanes, Mbappé arengó a sus compañeros durante el descanso; y lideró la remontada, desde el pie de la montaña de un dos a cero adverso, en el segundo tiempo. Messi marcó el gol del desempate en la prórroga, aspirante a titular de leyenda; pero, la cosa no terminó ahí. El momento crucial llegó con los penaltis –o penales-. El capitán ejecutó con fineza y temple el primer lanzamiento. Si lo hubiera fallado, habría podido pasar de héroe a villano. Acechaba un “match point”: la vida en un hilo. Desde el lado de los “bleu”, las imágenes de Mbappé, consolado por Macron, daban grandeza a la derrota gala.
Argentina es nación trascendente, obsesionada con historia e identidad. Estantes repletos en las librerías; y programas radiofónicos sobre la materia. Cuántas argumentaciones tertulianas de problemáticas actuales comienzan con cierto estribillo: “el nacimiento del modelo agroexportador en 1880”, cuando imperaba una economía abierta. Desde la Argentina no peronista, el éxito alcanzado por la selección de fútbol se percibe cual ejemplo de lo que este país proteccionista debería ser en retorno a la Edad de Oro: competitivo y global. El sesgo caudillista, con individualidades arrobadas por responsabilidad excesiva, es talón de Aquiles del fútbol sudamericano. Sin embargo, bajo el influjo de un buen entrenador, la “Scaloneta” supo conjugar orden y capacidad de resiliencia, sin perder los nervios. Además, casi todos estos futbolistas atesoran la experiencia de jugar en Europa.
La nostalgia persigue: cuántos nos hablaban con orgullo de Leo Messi en aquellos viajes a Buenos Aires, como aquel camarero veterano del Florida Garden, café emblemático del microcentro porteño. Yo le respondía que no olvidara la relevancia del centro del campo del Barcelona, con Iniesta y Xabi Hernández, compañeros claves para el desempeño del argentino.
Los años pasaban; y faltaba la Copa de Mundo para consagrar a Messi. Toda una presión, echada en cara al jugador: el menor rendimiento en la selección nacional –a la que llegó a renunciar- que en su club. La última oportunidad apareció en la recta final de su carrera, a la edad de 35 años. Ahora o nunca era dilema: puro cine.
En la película “El ídolo de barro” (1949), Kirk Douglas interpretaba a un boxeador en declive. Cuando escucha, en pleno combate, la frase “ya tenemos un nuevo campeón”, saca fuerzas de flaqueza; y gana por K.O. Los cinéfilos sabíamos que, en la final, jugara mejor o peor, la Argentina de Messi debía ganar. En la realidad, como en la ficción, hay casos con un solo final posible. Desde la épica, otro resultado habría sido decepcionante. El astro rosarino se enfrentaba a Mbappé, el sucesor, estrella joven y rutilante, ya vencedor del trofeo máximo en 2018. Y, en la antesala del partido frente a Holanda, Messi se sintió dolido por unas declaraciones despreciativas del entrenador Louis Van Gaal. Todo un revulsivo.
Los ingredientes para un film taquillero de Hollywood estaban reunidos sobre el césped del estadio de Lusail. La actuación primorosa por la banda izquierda de Di María, quien no empezó el campeonato como titular, reafirma aquello de “los viejos rockeros nunca mueren”. Un gol en la finalísima, unido a participación en la jugada que dio lugar a otro tanto vía pena máxima. ¿Qué decir del Dibu, portero glorificado gracias a paradón postrero y habilidades psicológicas para abordar la tanda de penaltis? Heredero de la Argentina de Maradona, recordó sus orígenes humildes en las primeras declaraciones. Lo mismo hizo el Fideo Di María.
Todo salió bien, final feliz incluido. El presidente de la India felicitó a Argentina; y señaló la existencia en su país –donde impera el criquet- de millones de admiradores de Messi, el jugador más globalizado de la historia. Como Diego Armando, Lionel ya tiene su Mundial.
La nostalgia vuelve: aquella noche veraniega de sábado. Las terrazas de las heladerías de la avenida Pellegrini, repletas de gente a las dos de la madrugada. Rosario, capital dulcera en el país con los mejores helados del mundo. En la ciudad, hay que ser hincha, tanto de un club de fútbol – Rosario Central o Newell’s Old Boys- como de una heladería –Esther o Yomo-.
La ciudad más italiana de la Argentina, epicentro de la antigua Pampa Gringa. Allí nació Lionel Messi Cuccittini. El nuevo mito, enraizado en una familia de clase media-baja, representa al país de las diásporas: los argentinos que vienen de los barcos. Los padres de la abuela paterna eran inmigrantes catalanes; y, si no es leyenda, se habrían conocido en el viaje por mar hacia el Atlántico sur. El gen futbolístico podría venir por ahí: la prensa se hizo eco de cierto parentesco de Messi con Bojan Krikc Pérez, futbolista español sobre el cual hubo grandes expectativas.
Cairo fue punto de encuentro con un antiguo alumno, quien, sin que yo lo supiera, conocía a otro amigo rosarino. Esas cosas pasan, incluso, en ciudades grandes con aire de provincias. El café, clásico, era hogar de Fontanarrosa, cuyos escritos más conocidos versan sobre fútbol. Si Messi siente los colores de Newell’s, tuve ocasión de presenciar un encuentro de este equipo con Boca Juniors. Mi hermano me convenció para que asistiéramos (Buenos Aires, 1997).
Un Maradona en declive, azuzado por el grito de guerra “Maradó”, marcó el único tanto de penalti. Lo mejor fue aquel ambiente, digno de final, a pesar de tratarse de un mero partido liguero. El acceso al estadio, controlado por las barras bravas, fue odisea. Todo el tiempo de pie, a pesar de entrada de asiento, dada la emoción del público. En la pequeña cola para adquirir el boleto, durante la tarde anterior, una instantánea para el recuerdo: Diego Armando, solo, al volante de un jeep, nos saludó con la mano.
A pesar de tener también raíces italianas, Maradona representaba a la Argentina mestiza y criolla del interior. El país de los de abajo, derrotado por la inflación. Muchos de ellos formaron parte del millón de personas encaminadas hacia el Obelisco, recién terminada la final en Catar. Se trata de los descendientes de aquellos que acudieron a la llamada de Evita hasta la cercana Plaza de Mayo, hace mucho tiempo.
Buenos Aires, 27 grados Celsius y tiempo algo nublado. Las imágenes mostraban que no cabía un alfiler en la Nueve de Julio. Vuelve la nostalgia: aquellas caminatas nocturnas camino del Gran Hotel Argentino, situado sobre la avenida más ancha del mundo. La contemplación de la ciudad estival, vacía, desde la ventana de la habitación. En la jornada siguiente, cinco millones de ciudadanos salieron al encuentro del autobús de la selección; pero, los jugadores debieron ser evacuados en helicópteros. Argentina es así: especial, desbordante, exagerada, emotiva, mediterránea, nacionalista y provinciana en sentido amable.
Maradona devino en mito con la “mano de Dios”, gol-trampa que simbolizaba la viveza criolla, tan argentina de a pie; pero, también se apuntó el “gol del siglo” en el mismo Mundial victorioso de México (1986). El genio del balón representaba la desmesura: un terremoto, con vida de excesos, desarraigo y declaraciones torrenciales.
Messi es el hombre tranquilo, padre y marido intachable, callado, laburante, sin concesiones al peronismo. Los problemas fiscales en España como único lunar. Arribado a una burbuja llamada Barcelona con trece años de edad, no perdió el acento, la tonada. En realidad, dicen que nunca abandonó Rosario. Era soso, como los gallegos de los chistes; pero, tras pasar por Catar, rito iniciático, se avivó. Una frase ya es leyenda en el país de los argentinos, que, por fin, le reconocen como miembro de la tribu: “que mirás, bobo; andá p’allá”, le recriminó el ídolo a un jugador holandés. La canción pegadiza “Muchachos, nos volvimos a ilusionar”, himno oficioso, no ha cesado de sonar: “En Argentina nací, tierra del Diego y Lionel”, reza el inicio.
Antítesis de Maradona en moneda de cara y cruz, Messi ha escrito una carta: “esta copa también es del Diego”, Lionel –o Leo- dixit.
