Cuando hace unos días pregonó mi hermano Emilio el comienzo de las fiestas de San Lorenzo, no pude evitar que el pájaro de mi memoria anidara en lo más profundo de mis recuerdos y que la imagen de nuestros padres aflorara de mi imaginación, como un angelical espectro que se hizo presente en mitad de la repleta plaza del barrio, que ellos pisaron un día sí y otro también. Mientras el rostro de los políticos que acompañaban al pregonero en el escenario, alucinaba en colores con la proclamación del pregón, sentido pero a la vez cargado de irónica retranca y la expectación crecía entre la multitud a medida que iba desgranando su sarcástico programa autonómico, a mí la vista se me desparramaba hacia el esquinazo formado por las calles de Santa Catalina y de los Vargas, donde Emilio e Isabel (así se llamaban nuestros progenitores) disfrutaban de las fiestas de otros veranos, es un decir, trajinando con la limonada que era la bebida más recurrente en aquel bar, en donde vi discurrir una buena parte de mi adolescencia y juventud, fiestas incluidas, robadas a la diversión imposible con mis amigos de la peña.
Mencionaba acertadamente Emilio en su proclama que San Lorenzo es un sentimiento y no le faltaba razón. Yo añadiría que tiene algo de sentimiento además sacramental, puesto que el barrio como cualquier sacramento imprime carácter propio. Porque sagrado debe ser el lugar donde residen nuestras evocaciones más primigenias; el sitio donde has compartido escuela, patio, calle, río y plazuela con quienes se convertirían en amigos para siempre. Amigos, vecinos y conocidos a los que te sientes atávicamente unido al compartir una misma identidad común que nos ancla sentimentalmente a este conglomerado de casas en torno a los dos ríos y con el epicentro en su casi milenaria iglesia, según nos demostró en los días previos a la fiesta el historiador Javier Mosácula.
Precisamente, a la sombra protectora de la torre parroquial, se ubicaba la residencia elegida por mis padres al poco de casarse, como el mejor lugar en el que proyectar la vida que iban a compartir. Solo consintieron mudarse de casa y de barrio, cuando la muerte que forma parte de la vida como al final todos acabamos descubriendo, les obligó a instalarse en la cercana y más silenciosa vecindad del Santo Ángel de la Guarda, en un soleado nicho con vistas a la catedral, por aquello de no perder la referencia de un campanario amigo que les pudiera señalar el paso de las horas en su viaje por la eternidad. San Lorenzo les penetró a mis padres por los poros del alma, transmitiéndoles desde el primer momento esa peculiar sensación de pueblo y en el que inmediatamente se sintieron integrados en otro entramado, el del armazón social que completaba y configuraba la particular identidad solidaria del barrio, en donde se compartían tanto las penas como las alegrías. Si te mantienes unido en la dificultad, más fácil resulta luego hacerlo en la celebración. En esta sólida unión ha radicado siempre el éxito de participación popular de sus celebres fiestas, verdaderos corchetes que acaban por abrochar las relaciones sociales de los vecinos.
En este entorno histórico, geográfico y social transcurrió una buena parte de mi existencia, quizá la más importante: infancia, adolescencia y juventud, en donde se fragua tu formación, se ahorma tu personalidad y se encarrila el futuro que ansiosamente te espera. Fundamental resultó para ello el bar que regentaban nuestros padres, que durante casi una década estuvo garantizando la subsistencia familiar, que dependía de la voluntad de los vecinos para entrar a consumir en el esquinado establecimiento. Recuerdo con emoción contenida a todos y a cada uno de los clientes que allí alternaban, que más que una taberna o un bar, se constituía en un verdadero club social, que muy bien debería haber estado subvencionado por cubrir alguna de las necesidades que en los años sesenta del pasado siglo todavía faltaban en la mayoría de los hogares de San Lorenzo. El bar les posibilitaba ver la televisión, leer los periódicos, disponer del uso público del teléfono (más de un matrimonio se fraguó a través de la línea telefónica, previa carrera a la casa de la enamorada para que acudiera presta a la llamada de su Romeo), e incluso calentarse en los duros días invernales en torno a la estufa de serrín, instalada en la mitad del local y con el tubo asomando por una de las ventanas.
Con más frecuencia de la deseada, el bar se convertía a veces, en una especie de sucursal financiera y mi padre en un modesto banquero, que concedía algún mini crédito, sin mediar garantía alguna, pero con la promesa de ser reintegrado a su vencimiento, normalmente fijado para el sábado siguiente, día en el que se solía recoger la paga de la semana de trabajo. Quizá lo más importante fuera las relaciones sociales que se establecían entre la clientela, familias incluidas, que compartían sus dimes y diretes entre sí, estrechando amistades en aquel humilde establecimiento que acogía a todo el que entraba con los brazos abiertos. Hoy, más de cincuenta años atrás, siento todavía el cariño de aquella buena gente, fiel y sencilla, que me ayudó a formarme en la escuela de la vida, al mismo tiempo que permitía que mis padres pudieran sacar adelante a sus tres hijos.
Pudo haber ocurrido en cualquier otro sitio, pero fue en San Lorenzo: el lugar en donde anidan los mejores recuerdos de este y de todos los veranos.
