La nueva película de Francis Ford Coppola replantea las eternas obsesiones del realizador italoamericano: el tiempo, la familia, el poder, la tecnología, la libertad creativa, el futuro o el espectáculo sin límites. Dicen que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. Pero Megalópolis provoca de todo excepto indiferencia. Los espectadores chapotean en el desconcierto ante la (pen)última obra de un genio que comparte su visión del tiempo histórico que atraviesa Estados Unidos, como ocurrió en otros largometrajes que ya forman parte del patrimonio cultural de la humanidad.
Existen pocos olfatos tan dotados para captar el sentido histórico del momento como el de Coppola (1939, Detroit). Si en El Padrino expuso la esencia sangrienta del poder en el juego capitalista; si en La Conversación proclamó la muerte de la esfera privada, o si en Apocalypse Now ahondó en las raíces del horror bélico, ahora, en Megalópolis muestra la decadencia imperial de Estados Unidos en un mundo incandescente, apuntando vías creativas al público para arrostrar el dolor provocado por un sistema de valores en acelerada descomposición.
El resultado es una película tan libre como diferente, un largometraje que obliga a una decodificación distinta a los productos comerciales al uso. Eso no es sencillo y quizá hacen falta varios visionados para adentrarse en sus apretujadas capas de significado. Y también exige pensar. ¿O es malo pensar para sentir y comprender una película? El realizador ha llegado a incluir actores, bajo un foco y junto a la pantalla, como parte de la exhibición en algunos teatros de Estados Unidos, lo que permite imagina la capacidad de riesgo neuronal al que está dispuesto Coppola.
El artista italoamericano siempre ha pensado que la coherencia está sobrevalorada cuando el espectáculo artístico toma los mandos. En ese territorio se impone lo impredecible, palabra que podría sintetizar lo que puede esperar un espectador al contemplar el presunto canto del cisne que regala pagado por su bolsillo el legendario directo de la saga de los Corleone.
La historia es aparentemente tan clásica como sencilla. Nueva York se ha transformado en una futurista Nueva Roma al arrancar el tercer milenio, con ecos de la decadencia imperial romana que se trasladan a la acción, ambientes, vestimentas o a los nombres de los protagonistas. Coppola tiene muy presente el futuro a sus 85 años, con mirada a su esposa Eleanor, fallecida el pasado abril, a la que dedica la película.

La escena inicial muestra al héroe (Cesar Catilina, encarnado por Adam Driver) en la azotea de un rascacielos justo cuando se arroja al vacío. Viejos recursos coppolianos (como las nubes en time lapse de Rumble Fish) enmarcan el instante en que, sorpresivamente, el frustrado suicida ya en el aire muestra su poder para detener el tiempo. Y, como en el final de Thelma y Louise, todo se congela en la retina, evita la muerte y vuelve sobre sus pasos. Luego se desvela que Cesar es viudo, pero también un visionario arquitecto apasionado por el porvenir y capaz de enfrentarse a todo en defensa de su sueño, Megalópolis, un proyecto urbanístico que aspira a saciar las necesidades humanas de su tiempo, con muchos parques públicos, burbujas de transporte, pasillos rodantes o edificios en constante mutación.
Cesar Catilina desea construir esta utopía dentro de Nueva Roma. Su idea es arrancar en un distrito y luego ampliar su visión hacia el resto de una urbe en decadencia, con disturbios y miseria al lado de una opulencia amurallada. Al protagonista, como a Coppola, le preocupa el futuro. Vive cómoda y holgadamente; le gustan las drogas y el sexo, pero sintoniza con los problemas de su tiempo y da la espalda a su entorno de millonarios hedonistas. Además de su poder para detener el flujo del tiempo, cuenta con otro atributo sobrenatural en la manga: el Megalon, un material flexible de construcción con propiedades energéticas mágicas, fruto de su pasión investigadora.
Cesar combate con su talento los males que aquejan a la capital imperial: corrupción, inmovilismo del poder, falta de valores, hondo malestar social y ostentación obscena de la riqueza. Ese lado oscuro lo representa el alcalde de Nueva Roma, Frank Cicero (Giancarlo Esposito), antagonista de Cesar y reticente a cualquier mutación. La autoridad política se sostiene por la gigantesca deuda (pura realidad económica de hoy) y un control político que paraliza todo cambio que pueda debilitar su mando, bajo una protesta constante de las masas: lo establecido frente a lo innovador, otro eje en la trayectoria coppoliana.
El tío de Cesar se llama Hamilton Crassus (interpretado por Jon Voight) y maneja el poder financiero de los bancos. Goza con su amante, la periodista Wow Platinum (Aubrey Plaza), que también había retozado con Cesar. El hijo de Crassus, Clodio (Shia LaBeouf), odia a su primo Cesar y comparte con su hermana Clodia (Chloe Fineman) la querencia desmedida por las fiestas, donde alterna con otros plutócratas como Nush (Dustin Hoffman). Ese hedonismo contrasta con el malestar ciudadano, disturbios, protestas y pobreza. A partir de ahí, el realizador plantea muchas subtramas que sobrevuelan junto a numerosos personajes secundarios, e incluso chispas de humor. También se alude a males tan actuales como la fabricación de escándalos sexuales falsos, el cambio climático, las rivalidades familiares, el auge del populismo fascista, intentos de magnicidio y otras mil preocupaciones que el guionista ha acumulado en sus cuadernos durante décadas. Se llega al punto en que no se sabe si se trata de una película para el pensamiento o un tratado filosófico con imágenes.
El peso literario en la obra fílmica de Coppola siempre ha sido fundamental en su trayectoria. En El Padrino fue clave Mario Puzo; en Apocalypse Now, Josep Conrad; en la más reciente Juventud sin Juventud, Mircea Eliade. Y ahora, con Megalópolis se multiplican las referencias para interpretar las intenciones que subyacen en esta entrega. El guionista y director destaca tres libros del antropólogo David Graeber, pensador anarquista fallecido en 2020. Son los siguientes: En Deuda (2012, sobre la trascendencia de la deuda en la Historia); Trabajos de Mierda: Una Teoría (2018, sobre el esclavismo moderno), y El Amanecer de Todo (2021, póstumo y junto a David Wengrow, una reformulación sobre las civilizaciones pasados).

Coppola ha apuntado otros textos como fuentes de inspiración para articular su película en términos de evolución de la cultura humana. El Cáliz y la Espada (Riane Eisler, sobre las culturas pre-patriarcales); Los Orígenes del Orden Político (Francis Fukuyama -precisamente antagonista de Graeber- sobre sistemas políticos estables, años después de sentenciar erróneamente el fin de la historia); The War Lovers (Evan Thomas); El Giro (Stephen Greenblatt, sobre el Renacimiento), o El Juego de los Abalorios (Hermann Hesse, novela distópica). Lo que está claro es que la historia, la política y la cultura han sido clave en todo el proceso de escritura de Coppola en esta película destinada más al pensamiento que a las emociones.
Volviendo a la sinopsis, la hija del alcalde, Julia (Nathalie Emmanuel) se sitúa en medio del choque entre Cesar y su padre, siendo capaz de percibir los poderes de su amado y fascinada por su personalidad arrolladora. Ambos se enamoran y estudia el pasado del arquitecto, incluida la muerte de su anterior mujer. Julia comienza a trabajar para Cesar y media entre ambos contendientes para facilitar la renovación de la ciudad. El viejo mundo que se resiste a desaparecer acaba cediendo el testigo a la juventud intrépida, que aloja en su seno una propuesta vital profundamente humana. La humanidad ha perdido su rumbo y ahora parece recuperarlo merced a la creatividad desatada.
La cinta avisa en los primeros fotogramas de que los 138 minutos siguientes son una fábula, término que la RAE define como “breve relato ficticio, en prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en una moraleja final”. La acción se enmarca en el género de ciencia ficción y el maniqueísmo da brío a la trama. Aparecen citas de Shakespeare o Marco Aurelio esculpidas en piedra. Coppola también incluye montajes vertiginosos e inserta conferencias y reflexiones sobre el colapso social en un mundo en que la tecnología se emplea para el mal. La sociedad se debate entre la corrupción y la codicia.
Al igual que Coppola engarza perfectamente el paralelismo entre la caída del imperio romano y la deriva actual de Estados Unidos, las traslaciones históricas de elementos como el Coliseo (“Mientras haya Coliseo, habrá imperio”), las cuádrigas, circos, carnavales, muertes con ballesta o bacanales chirrían y no favorecen el relato.
Julia queda embarazada de Cesar y se entra en una recta final. El padre (y alcalde) plantea al arquitecto un pacto para que abandone a Julia a cambio de limpiar algún oscuro pasaje de su vida. No queda claro si acepta, pero finalmente Cesar lanza un apasionado discurso a las masas a través de una nube de Megalón. La moraleja también va para los espectadores: es necesario hablar y debatir, abandonar las peleas y conversar sobre el futuro. La ideas de Cesar se abren paso en la mente del alcalde. La utopía ha reenfocado los males de la sociedad y un bebé representa la esperanza de un nuevo mundo centrado en el arte, la belleza, el juego o la creatividad, estimulados por la libertad y el amor.
Parece que Coppola se ha tomado en serio una de las reflexiones del premio Nobel Bob Dylan plasmadas en su último libro: “La gente sigue hablando de devolver la grandeza a los Estados Unidos. Quizá deberían empezar por las películas”. No cabe duda de que Megalópolis es la prueba de que Coppola se ha puesto manos a la obra, apostando aquí y ahora, en el tramo final de su existencia, su prestigio, mucho dinero y toda su alma. ¿Continuará?
Medio siglo de trabajos
El empeño personal por sacar adelante Megalópolis se ha mantenido vivo durante casi cincuenta años, un periodo en el que han cambiado los públicos, la realidad histórica o el propio director italoamericano.
El primer chispazo del longevo proyecto llega en 1977, en plena batalla por culminar Apocalypse Now y con todo en contra. La idea seminal es barruntar una nueva Estados Unidos, con un arquitecto capaz de controlar el tiempo y en lucha contra los defensores del estado de las cosas. Este protagonista quiere renovar Nueva York y convertirla en un espacio utópico. La mezcla de la Roma imperial y una Gran Manzana hipermoderna serviría para vislumbrar el porvenir de una América en declive planetario. Algo de Metropolis (Fritz Lang, 1927) y La Vida Futura (William Cameron Menzies, con texto de HG Welles) subyacen en la idea inicial. El arquitecto protagonista se apoya en el político Lucio Sergio Catilina, con unas gotas de Frank Lloyd Wright.
Hasta 1982, Coppola no puede desarrollar más ampliamente este punto de partida. En un par de meses, escribe 160 páginas y un esbozo de guion. Pero la avalancha de encargos para salir de la ruina tras Corazonada abre otro paréntesis hasta 1991, cuando triunfa El Padrino III. El realizador quiere rodar Megalópolis precisamente en Cinecittà Studios, al igual que en el punto final de la saga Corleone, pero largometrajes como Dracula o Jack desvían otra vez el esfuerzo hacia necesidades inmediatas. En 1984, ya hay una primera versión del guion (103 páginas) y va añadiendo miles de notas procedentes de libros, revistas o reflexiones.

Ya en el nuevo milenio, allá por 2001, Megalópolis toma impulso. Los primeros presupuestos (más de 50 millones de dólares de entonces) se suman a storyboards, contactos con actores de primera fila (Paul Newman, Russell Crowe, James Gandolfini, Robert De Niro o Leonardo DiCaprio), junto a unas primeras filmaciones en La Gran Manzana. Pero la Historia con mayúsculas interrumpe el ritmo de los trabajos: el 11 de septiembre lo cambia todo y Coppola se inclina por despedirse del proyecto ante un nuevo escenario planetario.
En los siguientes años el sueño y parece perder fuelle por completo. Monta después reuniones con posibles actores y, en 2006, pide a Osvaldo Golijov, a quien conoce durante el proyecto Juventud sin Juventud, la banda sonora (“Sentí con satisfacción que había encontrado un colaborador artístico que sería capaz de trabajar en cualquier formato”, explicó Coppola) y sigue dando vueltas al guion.
El dinero también es un problema. Los negocios con el vino y la prudencia financiera impuesta tras varios batacazos frenan todo atisbo de aventurerismo, pero la producción sigue creciendo en la mente de su inventor y parece imposible abordarla. Ya en 2019, con el Covid llamando a las puertas del planeta, Coppola tira para adelante. Vende una notable participación de su negocio vinícola y pone ese dinero en su gran apuesta, demostrando que su afición por el juego a lo grande permanece inmutable a los ochenta años.
Sin prisa y sin pausa, el goteo de avances es constante: Adam Driver encarnará a Cesar. Una larga lista de actores se incorpora a la producción: Giancarlo Esposito, Aubrey Plaza, Shia LaBeouf, Jon Voight, Laurence Fishburne o Dustin Hoffman. También iba a participar James Caan, mundialmente famoso tras encarnar a uno de los hijos de Vito Corleone, pero fallece en julio de 2022.
El rodaje comienza en Atlanta y, en su línea tradicional, se suceden cataclismos como el despido de casi todo el departamento de efectos especiales en diciembre de 2022, con repercusión en otras áreas de la producción. Con la cinta en la buchaca, falta por resolver el problema de la distribución, solventado in extremis, y ahora queda pendiente la misión (¿imposible?) de aceptación masiva de público y crítica. El estreno del filme en el 77 Festival de Cannes, el pasado mayo, sorprendió y algunos comentaristas compararon la experiencia con una sesión de ayahuasca. Y es que, efectivamente, las dos reacciones más numerosas han sido por ahora desprendimientos de retina y desprendimientos del mito.
