Al villancico de San Frutos le salió ayer una macabra competencia en la cabeza de los segovianos; la canción de los ’10 negritos’. Quien asistiera al teatro para ver la representación de la versión de Ricard Reguant de los famosos ’10 negritos’ de Agatha Christie, difícilmente podrá borrar de su cabeza la canción infantil —por llamarla de alguna manera— con la que, verso a verso, se fueron apagando las luces del Teatro Juan Bravo.
Alrededor de medio millar de segovianos se quedaban a oscuras, veían cómo ascendía el telón, y daban así la bienvenida al misterio, la intriga y a una pizca de humor negro, que iban a durar cerca de dos horas y que iban a convertir a los asistentes en detectives frustrados; con los asesinatos siempre ocurre así.
Después de escuchar hasta la última letra de la maldita canción, los espectadores comenzaron a conocer, poco a poco, que la canción, además, estaba maldita. Sobre el escenario, y empezando por Pablo Viña y Mónica Soria (los señores Rogers), fueron apareciendo uno a uno los actores hasta llegar a diez, igualando así a diez figuras de negritos colocadas sobre la chimenea, que ayudaron posteriormente a llevar la cuenta de tanto asesinato.
El salón de la mansión de los señores Owen, a quien nadie conocía y nadie iba a conocer, sirvió como único y polivalente escenario en el que se fue conociendo el cómo de que todos hubiesen sido citados allí, el para qué, y lo más importante, el porqué. Un toque de luces bastaba para separar las conversaciones banales de las frases intrigantes. Una mínima secuencia de notas valía para abandonar el ruido de las palabras y destacar el sonido de los silencios. Iban pasando los minutos y las muertes, y la canción de los diez negritos sonaba puntualmente para no confundir ni las causas ni los números.
Entre tanto, gustaba mucho la tranquilidad y ese toque de la época de Paco Churruca en su papel del juez Wargrave, sorprendía positivamente Lara Dibildos en el de una calculadora y altiva Emily Brent, y entusiasmaba la locura de un Antonio Albella convertido en Doctor Armstrong, al que, de haber sido el público juez popular, habría salvado de cualquier suicidio, homicidio o asesinato. Pero como todos; el juez, el policía, los mayordomos, la secretaria, el militar, el joven pipiolo… también murió. Todos lo hicieron de una u otra manera pero siempre con la letra de la canción como anticipo, presagio, o aviso del destino.
O quizás no todos murieron. El caso es que el medio millar de negritos que aplaudió desde las butacas tiene prohibido contar el final. Quien lo asesine será el siguiente, y esta vez sin invitación a una mansión lujosa en una isla paradisíaca.
