Señora directora:
Yo no nací en la época del narcotráfico, ni la viví. No tuve que salir a la calle con miedo de perder la vida por un carro bomba. No tuve que temer montar en avión. No tuve que temerles a los taxistas, muchos de ellos contratados por Escobar para monitorear la ciudad. No tuve que ver con desconsuelo en las noticias las muertes de Galán, Lara Bonilla, Guillermo Cano, y los muchos jueces y policías. No experimenté el miedo de todas esas personas que vivieron esta época.
Pero sí nací después, y creo que vivo en una época igual de aterradora. Vivo en la época en la que los extranjeros nos conocen sólo por las series como Narcos, y se atreven ingenuamente a mencionar el nombre de Pablo Escobar con admiración. Vivo en la época en la que incluso los más educados y cultos dicen que Pablo Escobar fue el mejor comerciante de todos los tiempos. Vivo en la época en la que los niños (y adultos por igual) aspiran a ser capos. Vivo en la época en la que los turistas que van a Colombia prefieren ir a ver los sitios donde estuvo el capo, o escuchar las historias contadas por aquellos sicarios que siguen vivos y disfrutando de su libertad con morbosos lujos. Vivo en una época en la que ser colombiano, o “peor” aún, ser de Medellín, es tratar de esconder esa cicatriz que tanto nos arde.
Pero hace dos días, mi ciudad tomó el primer paso para sanar esa cicatriz. La implosión del Edificio Mónaco, el lugar de residencia de Pablo Escobar en Medellín, significó el principio de una nueva época para los paisas y para todos los colombianos. La caída de esos muros representa la manera en la que los colombianos estamos cansados de la ilegalidad y de sus fantasmas. Representa que estamos listos para destapar una herida que nunca sanó, y sanarla con dedicación para no solamente cambiar nuestra imagen en el exterior, sino verdaderamente exterminar todas las maldiciones que las drogas y el narcotráfico le lanzan a nuestra sociedad en la actualidad.
Muchos dirán que tumbar un edificio es malgastar dinero público para hacer desaparecer un fantasma que siempre estará ahí. De alguna forma esto es cierto; el fantasma de Pablo Escobar nos perseguirá hasta que nos empeñemos a hacerlo desaparecer con verdaderos cambios. Pero la implosión de este edificio es mucho más. No es sólo tumbar un edificio para sanar viejas heridas, sino un símbolo de que estamos dispuestos a luchar contra las personas que creen que recurrir al dinero fácil y a la violencia está bien. Es un símbolo de que estamos dispuestos a cambiar nosotros y así cambiar la imagen que tienen de nosotros. Estamos cansados de la ilegalidad, de la violencia del narcotráfico, y de que a nivel mundial nos asocien con Pablo Escobar. La caída del Mónaco es nuestra forma de decirlo, y de las cenizas de ese edificio mohoso y fantasmagórico que tardó sólo tres segundos en caer, y cómo un ave fénix, renaceremos.
Luego de esta corta reflexión sólo me queda reiterar una vez más: Medellín NO es Pablo Escobar. Medellín es innovación, emprendimiento, y pujanza. Es música, arte, y literatura. Es naturaleza, tradición, color y sazón. Medellín es alegría y fraternidad. Medellín, es más.
Lupita Prada Jiménez, estudiante del doble grado en Derecho y Relaciones Internacionales