Lo han conseguido. Jamás volveré a poner en duda las excelsas virtudes de tan excepcional reina, que a la vista en lo que ha venido a desembocar la historia de este país, es evidente que no la merecíamos. Entrego mis armas y prometo unirme al coro de los grillos (siempre Machado) que claman, no a la luna, sino a los cuatro vientos por la elevación a los altares de tan egregio personaje. Digo que prometo, porque no me atrevo a jurar sobre los Evangelios, por si acaso, siguiendo el ejemplo de la interfecta, pudiera llegar a convertirme en otro perjuro. Lo dicho, rodeado por tantas alabanzas y en medio de un fuego cruzado de doctas conferencias, artículos laudatorios y multitudinarios actos, celebraciones, exposiciones y no sé cuentas cosas más, he decidido entregarme a la causa. Me rindo, claudico. Cautivo y desarmado el enemigo de la única razón histórica, políticamente correcta, han alcanzado las tropas isabelinas sus últimos objetivos. Por lo que a mí respecta, la guerra ha terminado.
Lo siento por los historiadores e intelectuales segovianos que me han precedido (ojo no presumo yo de serlo) a los que me veo obligado a traicionar en esta causa que ya declaro perdida. Lo lamento también por los antepasados que desde la cuna me ensañaron a distinguir las voces de los ecos (otra vez don Antonio) y me traspasaron el sentimiento de pertenencia a un pueblo: el segoviano, que poco o nada tenía que agradecer a quien aquí se viera coronada; puesto que luego supo abonar la factura contraída con las personas a las que realmente debía el trono, esto es a los marqueses de Moya, pero obligando a pagarla a la Comunidad de Segovia con la segregación del sexmo de Valdemoro y parte del de Casarrubios.
Ya dudo que este último hecho fuera cierto y que solo haya sido una falacia más inventada por aquellos, que con aviesas intenciones, no se avienen a postrarse genuflexos ante la única verdad que debe ser admitida. Como tampoco debe ser cierto, no, que la futura reina enviara como mandatarios suyos a Quintanilla y Díaz de Alcocer, para que así la proclamara el concejo segoviano a la muerte de su hermano Enrique. Esto debe ser un invento de Mariano Grau, archivero del Ayuntamiento de Segovia, que incluso puede que modificara el acta de aquella coronación encontrada por él, para ocultar a saber con qué intenciones, que realmente fueron los propios regidores de la ciudad los que acudieron en procesión hasta la puerta del Alcázar, para rogarla que hiciera el favor de aceptar la corona de Castilla. ¿O es que acaso el contenido del acta expedida por el propio escribano del Concejo, puede atreverse a contradecir lo ya pontificado por Colmenares, previa inspiración buscada en el Padre Mariana?
Tampoco puede que sea verdad que las costosas reparaciones de los arcos del Acueducto, derribados por aquel reyezuelo moro de Toledo, antes de la segunda repoblación de la ciudad, y realizadas en torno al año 1480, fueran asumidas en su integridad por la Comunidad de Segovia, por los pueblos de su Tierra y por los estamentos sociales y religiosos de la ciudad. No, a lo mejor fueron parte de las joyas de la reina, las que tenía apartadas para sufragar la guerra de Granada, las que acabaron pagando esta otra factura. Ya que me atrevo a citar a esta segunda repoblación, llevada a cabo a partir del año 1088 por Raimundo de Borgoña, yerno del rey Alfonso VI, resulta inaudito que en tanto tiempo transcurrido, la ciudad no haya dedicado ni siquiera el nombre de una calle a quien la repoblara.
Como también parece no ser cierto, que sus majestades amenazaran a los segovianos que se atrevieran a oponerse a sus reales designios, cuando decidieron desmembrar el sexmo de Valdemoro de la Tierra de Segovia, advirtiendo, a quienes así lo hicieran, que se arriesgaban a perder vidas y haciendas. El documento fechado en Toledo, para más inri el día de San Pedro del año 1480 y que se conserva en el archivo municipal, legajo 7 y número 160, debe estar igualmente falsificado.
De igual forma, también hay que poner en duda la tradición popular segoviana transmitida de padres a hijos desde tiempo inmemorial, por la que reconocíamos deber tanto al pobre Enrique IV, pusilánime monarca que no valía ni para engendrar hijos merecedores de heredarle. No, todo lo que Segovia llegó a ser en el pasado, se lo debemos a su santa hermana, que fue realmente la gran benefactora de la ciudad, quien la otorgó ferias y mercados y quien veló por la protección de la industria pañera que tanta fama y prosperidad nos diera. Estábamos equivocados, son las crónicas del paniaguado Alonso de Palencia, al servicio de sus católicas majestades, las que debemos dar por ciertas y denigrar y despreciar las del segoviano Diego Enríquez del Castillo, redactadas durante el reinado de Enrique IV, un pesado al que obligaron a destruirlas y que luego insistiría en reescribirlas de memoria, lo dicho, qué manía tenía el hombre con inventarse historias.
Lo siento. No tengo vocación de mártir, ni tampoco tengo el valor de Gary Cooper, para afrontar estos hechos en solitario. Esto es lo último que pienso publicar sobre esta más que archidebatida cuestión y eso, siempre que la dirección del periódico lo tuviera por conveniente. Está decidido, me entrego a la causa. Elévenla unos a los altares y después proclámenla otros, santa patrona de Segovia, para que comparta este honor con nuestra amada Virgen de la Fuencisla. Incluso, vayan si quieren más lejos y convoquen un pleno extraordinario (me defraudaría que no se aprobara por unanimidad) para cambiar el nombre de la ciudad, por el del Real Sitio de Santa Isabel de Castilla, total qué más da, si ya hemos olvidado parte de su historia, qué nos ha de importar que olvidemos también su nombre.
En cualquier caso y si con infinita paciencia han aguantado leyendo hasta al final este artículo, les ruego que no se tomen muy en serio su contenido, solo es el fruto de un momento de ofuscación mental transitoria, del que ya me siento arrepentido y dispuesto a cumplir con la penitencia que me fuera impuesta.
