Ah los cementerios. Qué mundo. Algunos regalan perspectivas embriagadoras (Valsaín, La Granja, La Cuesta, Comillas, Bilbao). Me recuerdan la profesión de monaguillo. Asistiendo a entierros aprendí que el dolor de cada uno no se cura observando el dolor de los demás. Quizás cada visita golpea como un miércoles de ceniza. Así te vas, así reza, ¿nunca mejor dicho? el texto de la entrada al cementerio de Fuentemilanos: “Aunque me ves que aquí estoy tan triste pálido y feo, me vi como te ves, te verás como me veo.” Para quien quiera saber de cementerios le remito a Mercedes Sanz.
Desde lo alto del cementerio de Sepúlveda cuesta renunciar al paisaje. Allí la piedra rosa se resuelve en lánguidas lápidas que recuerdan seres queridos. A la derecha según entras se lee en una de ellas: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. B. de Castiglione.” ¡Qué gran tratado, qué resumido! Me suena este Castiglione. ¿Pintor, novelista? Tengo que volver al bachillerato para aclararme.
La frase no es de Baltasar de Castiglione (1478-1529), diplomático, autor de El Cortesano, nuncio apostólico, después de viudo, en Toledo y muerto a los cincuenta y un años.

Sébastien Châteillon, latinizado Castalio, luego Castellio y finalmente Castellion (1515-1563) fue un humanista, biblista y teólogo cristiano reformado francés. En 1554, con el seudónimo de Martinus Bellius, publicó De haereticis an sint persequendi, un ataque frontal a la tesis según la cual los herejes deben ser ejecutados, obra que lo enfrentó definitivamente con Calvino y que fue traducida al castellano por Casiodoro de Reina. Castellion reaccionaba con este libro a la ejecución de Miguel Servet por los calvinistas en Ginebra el 27 de octubre de 1553: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un ser humano; no se hace profesión de fe quemando a un hombre, sino haciéndose quemar por ella», escribió. «Buscar y decir la verdad, tal y como se piensa, no puede ser nunca un delito. A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre», añadió.
Inocente recopilador de datos. Inocentes manos de operario que dieron cincel y martillo a la lápida. Inocente entusiasmo de los que encontraron la frase y la mandaron gravar. Quizás, de entrar en el enterramiento, nos encontráramos otra vez con más de una España: los de la memoria a secas, los de la memoria histórica, los de la memoria democrática. Uf.
Acaba de poner en circulación Iñaki Arteta otro documental: Gregorio Ordóñez murió asesinado hace treinta años. Su viuda, Ana Iríbar, nos habla de ello. Qué dolor.
Mi alma buitrera vuelve a buscar el alivio de las corrientes térmicas ascendentes. Sobrevuela el paisaje sepulvedano. Echa un vistazo a la lápida de la entrada al cementerio. No encuentra literatura más apropiada.
¿Quién empezó primero? ¿Qué dolor pesa más, el de los unos o el de los otros? ¿Por qué punza la conciencia que si, para conseguir algo, hay que matar, la causa queda pervertida? Así han crecido los imperios, la Historia. Duele el asesinato de hoy, la viuda de hoy. ¿La viuda de las guerras carlistas, de la revolución comunera, de la batalla de Toro, de las Navas de Tolosa, de Numancia, de Troya, de…?
Pensar en la solución de la guerra ya es guerra. El fracaso del diálogo. Guerra que siempre resuelve el más fuerte, el más bruto, el más hábil, el mejor armado. ¿Se cuentan excepciones?
Reculo a la cocina de “El hombre que mató a Liberty Balance”. Me agarro al fregadero, mejor que recibir zancadillas al repartir chuletones. Como mucho intentaría convencer a Ransom Stodard, el abogado, de que, como siga por ahí, caerá ante Liberty, el asesino.
Ah. Concluyo que la vida es triste, aburrida e injusta. Afirmo que Gregorio Ordóñez, Ana Iríbar, Iñaki Arteta, consiguen que sea menos triste, menos aburrida, menos injusta. La miro a ella en el documental, la veo, la oigo, la escucho. Sería capaz de llorar si con ello aliviara su dolor. Pero agradezco la distancia. Porque pudiera ver en mis ojos la cobardía que no me habría dejado enfrentarme a los asesinos. La que paralizaba a tantos vecinos buenos que también sentían su dolor, se callaban y se metían en casa para pasar desapercibidos, dejando a Ana más sola, más triste.
Entonces vuelvo a la frase del cementerio de Sepúlveda, de Sebastián de Castillion, como si repitiéndola cargara las pilas, las mías, las de los demás. Como si repitiéndola yo la aprendiéramos todos a guisa de estribillo para el futuro, para la paz: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre.”
