Hace pocas fechas, el habitual colaborador de EL ADELANTADO DE SEGOVIA y buen amigo, Pablo Martín Cantalejo, aludió en uno de sus artículos a la Gasolinera de San Rafael. Y comoquiera que este establecimiento ha sido para mí un icono de grato recuerdo, no he podido resistirme a escribir unas líneas que bien pudieran provocar alguna sonrisa a los lectores de este diario.
Es el caso que a finales de los 50 del pasado siglo, me mandaron en “comisión de servicio” a la oficina telegráfica de San Rafael. (1)
Esta oficina estaba ubicada en el punto donde la carretera de Segovia se une a la de la Coruña. Es decir, a unos pasos de la citada gasolinera.
Por aquella época tenía una Lambretta con la que iba y venía, repostando con frecuencia en este surtidor. Con lo cual, no solo conocía al personal del mismo sino que hice amistad con un empleado de mi edad, 20 años, y cuyo nombre lamentablemente no recuerdo.
UN ENCUENTRO INESPERADO
Poco tiempo después, este amiguete se personó en el vestíbulo del edificio de Correos y Telégrafos de Segovia para enviar un paquete postal. Acababan de cerrar la ventanilla y el usuario se quedó un tanto contrariado. Más, dándose cuenta de que un servidor estaba aquella mañana en la ventanilla de telegramas, se acercó a saludarme y de paso, explicarme la difícil situación que le había sobrevenido.
No dudé en echarle una mano y me comprometí a entregar el envío aquella misma tarde, cosa que me agradeció con unos aspavientos y expresiones tan exagerados que no terminé de creérmelos. Le hice el favor y me olvidé del asunto.
Al cabo de dos o tres años y recién casado, decidimos mi esposa y yo pasar unos días de Semana Santa haciendo camping por poblaciones cercanas a Segovia. Comenzamos por Valladolid donde teníamos familia y en este caso durmiendo bajo teja, para seguir luego a Salamanca, Ávila…
Viajábamos en esta Lambretta que estacionamos, al llegar a la capital charra, junto a la Plaza Mayor. Una vez dentro y al cabo de un rato, comenté a mi esposa la conveniencia de adquirir víveres. Era Sábado Santo y podrían estar las tiendas cerradas por la tarde.
Entonces mi esposa me pidió dinero. ¿Cómo-le dije-no has cogido la cartera que dejé encima de la mesa? Pues no- me respondió. Y en ese momento metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué lo que en él llevaba: 15 pesetas en calderilla más una moneda de 50 pesetas de plomo y forma irregular. Nos quedamos de piedra, porque no solo no teníamos dinero sino tampoco el carnet de conducir ni el DNI.
Perdimos de inmediato todo interés turístico que fue sustituido por la conveniencia de regresar a Segovia. Salimos de la plaza y nos acercamos a donde teníamos la moto que esperaba ajena a nuestras vicisitudes.
COMIENZAN LAS DIFICULTADES
Nos detuvimos en la primera gasolinera que hayamos al paso. Un gran nerviosismo se había apoderado de nosotros. Solicitamos al empleado los cinco litros habituales con los que, quiero recordar, se podían hacer 100 kilómetros. También el bote de cuarto de litro de aceite que se mezclaba con la gasolina. Y había que pagar.
Con la calderilla no teníamos bastante. Así que era preciso hacerlo con las 50 pesetas cuadradas y esperar el cambio. O no. Podíamos también salir pitando renunciando al cambio y huir como unos delincuentes con el preciado contenido ya en el depósito.
No nos atrevimos a tanto y optamos por abonar el importe con la moneda falsa y ver qué pasaba. Y se produjo el milagro pues el cobrador no se dio cuenta. Mi esposa sospechó siempre que éste nos vio tan desvalidos que nos perdonó la vida.
La carretera de Ávila se hallaba despejada y, sobre la marcha, deparamos en que no teníamos combustible para llega a Segovia. ¿Qué hacer? Había por delante unos 175 kilómetros aunque afortunadamente sin puertos. Pero…
UN VIAJE AGÓNICO
Fue necesario aprovechar las cuestas abajo, en punto muerto y también, en lo posible, las llanuras, a punta de gas. También tuvimos que agacharnos sobre el manillar para ofrecer la menor resistencia al aire. Nos faltó poner pañuelos como si fueran velas y soplar…
Y así fueron pasando las horas y el hambre porque claro, se nos quitó el apetito con tanta adversidad. Como teníamos que parar cada 30/40 kilómetros para que el motor se enfriara y la velocidad máxima era sesenta kilómetros por hora, tardamos unas cuatro horas en avistar Villacastín. Faltaban, pues unos 40 kilómetros hasta Segovia.
Aquí se nos presentó el dilema de quedarnos sin combustible a mitad de camino porque ya íbamos en la reserva, o continuar a San Rafael a solo 20 kilómetros. Y en un arrebato de lucidez me di cuenta de que a la gasolinera de San Rafael sí podríamos llegar gestionando bien la cuesta del Caloco en El Espinar. Y es que no solo era conveniente el punto muerto en una bajada sino acelerar en ocasiones para tomar fuerza y subir luego un ascenso inmediato.
Además, recordé al amigo de la gasolinera de san Rafael que igual podría ayudarnos. Tomamos, pues, esta decisión con todos los riesgos que pudieran sobrevenir.
Con el depósito ya totalmente vacío entramos en San Rafael. Hubiéramos llegado perfectamente a la gasolinera pero un camión nos obligo a detenernos unos metros antes. Y ya no pudimos volver a arrancar por lo que fue preciso tomar la moto del ramal y acercarnos a pie con la esperanza de hallar a mi amigo. ¿Y si no estuviera de servicio?
Esta duda fue un suspense terrorífico. Duró poco pero…solo se extinguió cuando, cerca ya de los surtidores, nos descubrió y salió alborozado a nuestro encuentro. Cuando le explicamos lo ocurrido no se lo podía creer.
Nos llenó el depósito de gasolina y aunque no necesitábamos dinero, nos dio mil pesetas por si fueran necesarias. Se resistió tozudamente a que le devolviéramos nada pues insistió en la importancia del favor de antaño. Pero no le hicimos caso pues, al día siguiente, condonamos la deuda.
También nosotros quedamos profundamente agradecidos.
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(1) Uno de mis primeros trabajos como telegrafista, recién aprobadas las oposiciones.
