Que si se pasa todo el día en YouTube, que no deja el Instagram, que ya vale con el TikTok… Cualquier familiar o persona cercana a un adolescente sabe a lo que me estoy refiriendo. Y tendemos a pensar que el contenido que consumen en redes sociales está siempre vinculado al ocio y el entretenimiento. Videojuegos, moda, memes y cosas así. Sabemos también que siguen de manera fiel a una serie de creadores con audiencias masivas que suben contenido de manera recurrente, los llamados influencers. De hecho, hasta nos puede sonar alguno: Rubius, Dulceida, TheGrefg, María Pombo, etc. Y la realidad es que no los solemos asociar a nada que aporte ningún valor en particular. Incluso términos como youtuber o influencer arrastran aún hoy connotaciones negativas en una parte de la sociedad.
Lo que no sospechamos es que quizá nuestra hija, sobrino o prima pequeña no está ‘sólo’ siguiendo a influencers de cómo jugar a Fortnite o cómo vestir a la última, sino que quizá puede estar descubriendo qué es el bosón de Higgs (Date un Vlog), qué le pasaba al metrónomo de Beethoven (Jaime Altozano), o por qué no se cayó Notre Dame tras el incendio (Ter). Desde 2015 en YouTube empezaron a surgir creadores de contenido de prácticamente cualquier campo académico, cultural y científico. Es lo que se conoce como el fenómeno de los “divulgadores científicos de YouTube” o “influencers de ciencia”. Un tipo de contenido que convive en redes con aquel de ‘puro entretenimiento’ y que no ha parado de crecer hasta nuestros días. De hecho, ha trascendido de YouTube y en la actualidad encontramos divulgación científica de calidad en plataformas como Instagram, Twitch o TikTok. La mayoría de las veces se trata de los mismos autores, quienes replican sus creaciones en las diferentes redes sociales adaptándolas al formato específico de cada plataforma. Siempre con el rigor y la evidencia científica por bandera, pero sin privarse del tono fresco, ameno y divertido que caracteriza el estilo narrativo de las redes. Esa misma dedicación, sumada a su pasión por la ciencia, contribuye a que la mayoría de divulgadores españoles en redes se conozca, colabore entre sí y que incluso a lo largo del tiempo hayan creado eventos para compartir y difundir su labor (véase Cultube). Asimismo, el ámbito académico tampoco ha sido ajeno a este fenómeno y, al igual que en otras universidades, desde el Campus María Zambrano de Segovia un buen número de investigadores/as llevamos años atentos a la eclosión de la divulgación científica en redes sociales.
Desde sus inicios, los influencers de ciencia han levantado suspicacias en parte del círculo oficial científico. Este sector más tradicionalista deslegitima la labor de estos autores, duda del rigor científico de sus creaciones y, en general, desconfía de cualquier divulgación científica que no sea difundida en papers (los artículos de las revistas científicas) y congresos del propio círculo. Pero lo que está claro es que si queremos que la ciencia juegue un papel clave en la ciudadanía y en el debate público ha de estar presente en las esferas mediáticas más populares. Máxime si son aquellas que más frecuentan quienes van a forjar nuestro futuro como sociedad. Y eso convierte a la divulgación científica de las plataformas digitales en algo no solo necesario, sino crucial para despertar vocaciones científicas entre las nuevas generaciones.
Los divulgadores de cultura y ciencia le hablan al público joven en su idioma. No le cuentan de manera solemne la importancia de la filología. No, le explican “por qué Bad Bunny dice mi amol” (Linguriosa) y saben que eso dará pie para hablar de cuestiones filológicas como lambdacismo y rotacismo. O le enumeran “los errores científicos de Marvel” (QuantumFracture) desde el ámbito de la Física. O se dedican a explicarle los efectos del alcohol y las drogas desde un punto de vista biomédico (La Hiperactina), sin juicios ni paternalismos.
No todo es la panacea ni pretendemos vender ahora las redes sociales como reducto incombustible de la erudición. De hecho, la divulgación científica de calidad convive en esas mismas plataformas con contenidos desinformativos y pseudocientíficos que, por culpa de la maquinaria algorítmica, alcanzan en ocasiones un impacto desafortunado (terraplanismo, movimiento antivacunas, lejía para combatir el Covid-19, etc.). En cualquier caso, lo que no podemos obviar es que los influencers de ciencia representan un ejemplo de contenido de calidad y de aporte de valor a la ciudadanía desde el ecosistema digital. Las redes sociales no son buenas o malas en sí mismas, son un vehículo mediático más. Siempre hubo buena y mala radio, buena y mala prensa. Atrévanse a ver alguno de los vídeos que he mencionado a lo largo de esta columna. Entren en YouTube, sin miedo, y vean a La Hiperactina, a Jaime Altozano, a Linguriosa, a QuantumFracture. Y en vez del manido “deja ya el móvil”, prueben a compartir un enlace con su hijo, nieta o sobrina. Advertencia: la reacción psicoquímica resultante puede desencadenar efectos inesperados.
Este texto se inscribe en las dinámicas de trabajo del ‘Laboratorio de Educación en Redes Sociales’ del Campus María Zambrano de Segovia y el proyecto I+D+i ‘Internética’ del Ministerio de Ciencia e Innovación. Con resultados publicados hasta la fecha en revistas científicas como Index.comunicación, Teknokultura o Fonseca Journal of Communication; entre otras.
(*) Profesor de Comunicación Audiovisual y Publicidad. Campus María Zambrano de Segovia. Universidad de Valladolid.
