Tú, probablemente, buen cristiano, con derecho a sentarte en los bancos cualesquiera de la iglesia, seguro que no abres las piernas cuando se acerca otro cristiano a sentarse a tu lado en señal de rechazo ni le indicas que reservas para tu esposa, sino que te aprietas al de al lado para caber todos.
Yo no. Soy el pecador que sale en el Evangelio. Me pongo en la parte de atrás del templo y no sé si soy digno de entrar en esa casa, aunque busco una palabra suya que sirva para sanarme.
Entonces viene la Navidad y se encienden unas pocas luces por entre las ramas del pino de la plaza. Las miro embobado. Todos los días de Navidad me parecen nochebuena y misa del gallo. Con los villancicos del coro parroquial, sin instrumentos, salvo alguna pandereta, y las luces de colores del pino me da la sensación de que el oxígeno que me entra se llama felicidad.
Qué va. Descuelgan las luces en enero. Los del coro se van a estudiar a la ciudad. Las calles se quedan frías, solitarias, en blanco y negro. Ahora no llamaré al oxígeno tristeza para que no se ofenda. Con monotonía tras los cristales va que chuta.
Así que después de montar en la burra a mi mujer y a mi hija, con mi chocolatera y mi “anabe” (que para escribir aquí, después de sesenta y seis años de repetirlo, he tenido que mirar en el diccionario: qué leches es la UDEF, digo el anabe: ¡A-na-fe! o anafre u hornillo, melón. Lo de melón va por mí.) Decía: llego exiliado a la ciudad y me encuentro con esa millonada de bombillas de colores. No es que la boca se me abra, es que la mandíbula inferior se derrumba sobre los adoquines y saltan los piños de gozo sin su seno. ¡Qué bonito! ¿La feria de abril? ¿El parque de atracciones? ¿Vigo, Copenhague? Navidad. Ah.
Si acaso, por un decir… pocas estrellas, donde San José, la Virgen, el Niño. Nada de pastores. De ángeles menos. Mucha geometría. Va.
Dicen que animan el comercio. Bien para las empresas, para los obreros que lo instalan. Menos paro, más movimiento de dinero. Será, como dice Víctor Márquez Reviriego, que vivimos en la cultura del espectáculo.
A propósito: ¿Quién paga? “Se resulta”, según expresión de mi querido y añorado Arsenio, que pago yo. ¿Yo? Si a mí no me ha preguntado nadie. Si no me han pasado el recibo. “Ay mísero de mí, ay infelice. Apurar, cielos, pretendo.” Que si te pasan el recibo. Varias veces y por conceptos varios. Sí, pero no hay para un segundo camión que acelere la limpieza de los imbornales, la farola ha estado tres meses sin lucir, la tubería de fibrocemento se rompió nada más asfaltar la calle, no se contempla levantar una residencia más para que los pobres de pedir desaparezcan de las calles y tengan dónde comer, dormir y lavarse. Para eso creía yo que pagaba mis impuestos.
No, hijo, no. No digo que algunos políticos se crean dueños del cortijo. ¿Que se quieran lucir ante el electorado para conseguir votos en la siguiente convocatoria? Explicable. Pero que tú, incauto, ignorante, asistas como espectador al dispendio de tu dinero en cosas inútiles… A ver: nosotros somos lo dueños y ellos nuestros administradores.
Alcalde hubo que dijo: toros para quien los pague. Buena frase. Se acabó la subvención municipal para los toros. Sea. Por ahí seguido. Gastos superfluos a escote, hasta donde dé de sí la aportación. Ahí van cinco euros y tres villancicos.
Ya, pero la gente en la plaza, viendo encenderse las luces, disfrutando del chocolate solidario, consumiendo en el mercadillo: es un bien inmaterial, cultural, social. Desde que Paulo Freire dijo que cultura es todo me da que en ese saco meten muchas cosas. Si no nos vamos a los romanos del “panem et circenses”. Comprendo que todavía me falta comprensión para comprenderlo. (Viva la redundancia y la cacofonía.)
Entonces cojo, agarro y me voy a la misa del gallo. Puede que algún ángel anuncie paz a los hombres de buena voluntad, un pastor venga de ver al Niño Jesús o llegue a tiempo de que los ratones no le hayan roído los calzones a San José. La feligresía parlotea mientras sale el cura. La música perdona los acordes de guitarras faltos de nitidez a cambio de la generosidad y el entusiasmo de los miembros del coro. Cuando en algún silencio de la liturgia rellenan y entonan yingle bel, yingle bel, me dan ganas de huir.
Salgo. La noche es igual de fría que en mi infancia, pese al cambio climático. A los árboles de mi barrio no les ponen bombillas de colores. En pocas fachadas parpadean retahílas de luces. Una o dos exhiben un lienzo con el Niño Jesús como si estuviera bendiciendo. De otras ventanas o balcones cuelga un muñeco vestido de rojo, entre que sube una escala o se ahorca. Me quedo helado.
Al llegar a casa acaricio el nacimiento desplegable que rescaté de la herencia de mis padres. Reconozco que algunos años no lo pongo porque al volverlo a encerrar en su forma de libro se me vienen las lágrimas. A San José se le cae la cabeza: un sobrino estuvo a punto de decapitarlo. La rehago. Acerco un pelín a los reyes, sobrevivientes de otro nacimiento, al portal.
Dentro de la cama, al tiempo que ajusto el embozo, me viene a la cabeza el villancico que sobrevivió en la voz de mi madre, aún demenciada y afectada de párkinson: La nochebuena se viene la nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos más.
Tomo nota.
