En Segovia hubo bodas que no salían en la revista del corazón, pero movían fronteras. Tres de ellas bastan para entender medio mapa de España: Pedro I en Cuéllar, Felipe II en el Alcázar, y Carlos IV en La Granja. No se engañe el lector: nadie pensaba en el amor. Pensaban en herederos y territorios. Y, como casi siempre en esta tierra, la letra pequeña estaba escrita en latín y en sangre.
En Cuéllar, Pedro I de Castilla, de la dinastía de Borgoña, decidió casarse con Juana de Castro como quien lanza un guante al Papa. Año 1354. El rey ya estaba casado con Blanca de Borbón, legal y religiosamente. Pero a Pedro le aburrían las ataduras que no se podían cortar con una espada, y Castilla era ya de mirar hacia otro lado cuando el poder hacía trampas.
Eligió la iglesia de San Martín de Cuéllar, hoy centro de arte, y allí montó una boda que olía a escándalo desde la sacristía. Juana, noble gallega, sabía que se casaba con un hombre que cambiaba de bando, de consejero y de amante en la misma mañana. Él prometió amor eterno mientras la ley canónica se hacía la muerta. Hubo misa, banquete y cama nupcial. Días después, el rey desapareció de su vida como si nunca hubiera estado. A Juana le quedó un título discutido y una soledad bastante menos discutible. A Cuéllar, la leyenda de haber visto reinar, por unas horas, a la reina más incómoda de Castilla.
En noviembre de 1570, Felipe II, de la casa de los Austrias, el hombre más poderoso del mundo llevó al alcázar sobre el Eresma a Ana de Austria para la misa de velaciones, manera de decirle al mundo que el rey ya tenía reina. El matrimonio estaba firmado por poderes desde Praga.
La escena tiene poca ternura y mucha política. El rey enfundado en negro, Ana devota y pálida, y un murmullo de sotanas calculando lo que aquello significaba para el equilibrio europeo. Felipe no buscaba felicidad doméstica; buscaba un vientre fértil que asegurara la continuidad de un imperio cercado por enemigos. La boda segoviana fue una operación de Estado con incienso. La parte divertida del enlace transcurrió en el palacio de Valsaín, entonces maravilla arquitectónica y hoy ruina abandonada a su suerte, donde el Rey, la Reina y los invitados pasaron unos días de luna de miel entre venados, jabalíes y truchas, que era lo que se llevaba entonces .
Saltemos un par de siglos. En 1765, en el Palacio de La Granja de San Ildefonso, la monarquía ya es en color y lleva peluca. Allí se casan el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV de Borbón, y su prima María Luisa de Parma. Fuentes, jardines, techos pintados. El mecanismo, el mismo: una dinastía que se casa consigo misma para que el poder no salga del apellido.
Lo que se oficia en La Granja es un tratado diplomático vestido de ceremonia. Trajes bordados, música de capilla, embajadores tomando notas discretas. Carlos, buen hombre y mal rey, parece más interesado en sus relojes que en su esposa. María Luisa trae carácter de sobra para gobernar al marido, a la corte y, cuando haga falta, al país.
Lo que une a estas tres escenas no son los vestidos ni los templos, sino la idea de la boda como contrato político. En Segovia y su provincia se casan reyes que buscan herederos, monarcas que desafían a Roma y dinastías agotadas que se miran al espejo para no perder la silla. Hoy se venden paquetes de boda con foto en el Alcázar, catering en Cuéllar o baile en La Granja. Las piedras, mientras tanto, siguen en su sitio, recordando que hubo un tiempo en que decir “sí, quiero” significaba, sobre todo, “sí, obedezco”.
