“La noche iba a ser serena, diáfana, diamantina. Se inundaba de ensueño el ambiente, bajo el prestigio que la luna llena ponía sobre la ciudad y el campo y la montaña. La oportunidad de la entrada, para los que iban a llegar, estaba elegida por el que los enviaba, ferviente devoto de las horas de luna en Segovia”.
Así escribía Julián María Otero en 1915, en su ‘Segovia. Itinerario sentimental’, sobre el momento en que esperaba en la vieja estación la llegada de unos visitantes primerizos a la ciudad. Esta lectura me la ha hecho recordar el buen amigo, periodista e historiador, Guillermo Herrero, cuando en Facebook contaba, el pasado Domingo de Resurrección, su alegría al escuchar, en la noche segoviana del sábado anterior, con ausencia ya de visitantes, el canto de un autillo en la Canaleja. De inmediato tuvo en la red varias respuestas solidarizándose con su experiencia.
Y es que, ciertamente, en ‘nuestras’ noches segovianas suele existir eso que algunos románticos califican como ‘escuchar el silencio’. Un silencio que durante años solo rompían, en alguna de las llamadas ‘horas canónicas’, el sonido de una campana o de un campanil de cualquiera de los conventos de la ciudad. Pero ¡ay!, ya cada día se van perdiendo también estos sonidos, porque, desgraciadamente, los conventos van quedando vacíos poco a poco.
“La música de la campana se apaga. (Escribía también Otero). Ya sólo es como el aleteo de un ave que se posa a beber en el vaso de bronce. Ya no es más que el roce de las plumas, al tender el vuelo la paloma, con la cadena que pende del esquilón”. (Y que le pregunten al folclorista Salva Lucio sobre las palomas que él “conoce” y “habitan” en el jardín de La Merced).
También hacia el 1977 desaparecieron los serenos, vigilantes nocturnos de las calles, oficio que apareció en el siglo XVIII.
Estos hombres portaban en algunos lugares, faroles de vela, y en general, iban armados con lo que se llamó chuzo, un bastón de madera terminado en pico de hierro para defenderse en caso necesario. En invierno se arropaban en gruesos abrigos y se cubrían con una gorra. No les faltaba tampoco un silbato para llamar a la policía y bomberos, y era tradicional colgando de su cinturón un amplio manojo de llaves de los distintos domicilios, ya que la mayor parte de los vecinos requerían su presencia para abrir su portal y asimismo se solicitaba su ayuda por pérdida de llaves u olvido de las mismas dentro de casa. En numerosos lugares acostumbraban también a cantar la hora y el estado del clima: “¡Son las doceee, y lloviendo!”, o “¡La una y serenooo!”, por lo que el pueblo, que dicen es sabio, comenzó a llamarles ‘serenos’.
La costumbre existió en toda España y en varios países de Hispanoamérica.
Ya ni siquiera, por eso de los avances de la técnica, se puede escuchar en nuestra ciudad el pitido del tren que para muchos era como un aviso de que podía haber lluvia al día siguiente, según el viento trajera hasta el centro la intensidad del pitido. Era cuando ‘funcionaba’ la histórica y vieja estación del ferrocarril, tan lamentablemente olvidada hace años y a la que entonces llegaron los viajeros que esperaba nuestro escritor. Dos trenes nocturnos lanzaban sendos pitidos: el primero, el conocido como Correo de Santander, que llegaba sobre la medianoche; el segundo, el Expreso de Vigo, una hora después.
Estos recuerdos no deben hacernos olvidar que estamos ya en otra era, en otro siglo, en el que junto a los grandes progresos de la técnica («Las ciencias adelantan que es una barbaridad», cantaba Don Hilarión en ‘La Verbena de la Paloma‘ ¡a finales del siglo XIX!) se han dejado de escuchar en las plácidas y silenciosas noches segovianas, el canto de algunas aves, la voz del sereno, el tintineo de las docenas de llaves colgadas del cinturón, el pitido de los expresos y los campaniles de las espadañas.
