Al llegar a casa el viernes a las 11 de la noche, no sabía de qué iba a escribir mi artículo de hoy, hasta que al abrir el buzón encontré la solución en el editorial de la Revista “AUTOGESTIÓN”, que edita e imprime el Grupo SOLIDARIDAD, en el que afirman que “la transición energética impuesta por el capitalismo verde la van a pagar los pobres”. Y lo explican a continuación:
“La economía verde neocapitalista está cumpliendo la máxima que dice “la banca nunca pierde”, o corroborando orto principio materialista que reza “el fin justifica los medios”. La corrientes ideológicas impuestas y anexas a este capitalismo, no tienen otro objetivo que el de sacar provecho económico de un proceso donde los más débiles y empobrecidos siguen siendo los grandes perdedores.
Algunos hechos: Se han establecido impuestos crecientes sobre las emisiones de CO2, convirtiendo los derechos de emisión en un mercado especulativo al alza que acaba perjudicando al consumidos final (Europa), y demonizando a los países empobrecidos, que necesitan creer económicamente, igual que lo hizo Europa en la primera y segunda mitad del siglo XX.
Se planificó una transición a la energía verde con unas primas desorbitadas a las renovables cuando todavía eran poco eficientes, primas que generaron un gran déficit de tarifa que se cargó sobre la factura. Además se generó una burbuja que explotó con la crisis financiera de 2008-2015, que seguimos pagando en la factura de la luz. De facto existe en España (y otros países) un oligopolio, tanto en la producción como en la distribución eléctrica. En España son prácticamente cinco compañías las que controlan el mercado eléctrico. Por si fuera poco, se culminó este dislate con el precipitado impuesto al diesel y el destierro del carbón, haciéndonos depender mucho más del gas en el mix energético, cuando no hay viento ni agua en los pantanos. No es extraño que nos vuelvan a plantear volver al carbón.
El contexto mundial dibuja, a su vez, una situación de cuellos de botella energéticos: se alcanzó el pico de capacidad de producción en 2005; se recortaron las inversiones en prospección; aumentó la demanda en Asia; se disparó un proceso de especulación con las reservas, producción y suministro y, para más inri, surgen complicaciones en el transporte. La influencia de estos factores ha añadido una presión inusitada sobre los hombros de todos los hogares más humildes. Pero esta presión se ha notado sobre todo en los países más empobrecidos. El impacto de la descarbonización, implementada con estas decisiones, se extendió a todos los eslabones de la economía, inflando los precios finales en la cesta de la compra.
Un informe señala que, en Europa, las familias de bajos ingresos gastan de media un 9,5% de su renta en energía, frente al 7% de la clase media o el 5% de las rentas más altas.
Las instancias macroeconómicas y macropolíticas donde se toman estas decisiones carecen de toda consideración moral que les impida cumplir con su agenda. No tienen en cuenta que las transiciones deben de respetar la vida, que la actividad económica debiera sostenerse con un trabajo y un salario digno, que permitiera a las familias acceder a su cesta de la compra”.
Del tema de los acumuladores eléctricos, el parque de baterías que habrá que construir para almacenar la energía verde, y sus consecuencias inimaginables, hablaremos otro día.
Acaba así el editorial aludido: “Todos queremos para la humanidad una energía generada por fuentes no contaminantes, todos deseamos unas ciudades con vehículos sin emisión de CO2, además de unas viviendas adecuadas para todos… Pero para todo esto, se requieren decisiones políticas donde los “sin poder” y los “sin voz” no tengan que pagar el peaje que los más enriquecidos imponen. Un peaje que no es solo de dinero, sino de vidas humanas. Eliminar y descartar a los más débiles sigue pareciendo su solución más eficiente”.
¿Por qué será que en el discurso político no se habla en estos términos? La respuesta nos la podemos dar cada uno y cada una de nosotros.
