Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, el mito que da nombre a parques, avenidas, glorietas o centros educativos en innumerables pueblos y ciudades de España, sigue siendo para el público en general, un gran desconocido. Realmente, ¿quién era aquél extraordinario personaje que, aún en vida, fue convertido en mito, tan amado como temido? ¿Qué principios y valores lo identifican como un personaje extraordinariamente singular? ¿Qué acontecimientos lo reconocen como agente fundamental en el periodo histórico del reinado de los Reyes Católicos? ¿Cómo se conducía en tiempos de paz o al frente de un ejército que disputaba la hegemonía al francés, el más poderoso de la Europa del momento? La respuesta a estas y otras muchas interrogantes nos llevarían a un mayor conocimiento del personaje, del hombre que encarna el mito.
Posiblemente uno de los aspectos menos conocidos del Gran Capitán sea el referido a sus ancestros segovianos por vía materna, una parentela que lo entronca con el propio Fernando el Católico. No han sido muchos los estudios realizados en este sentido y, con toda probabilidad, Infancia y juventud del Gran Capitán sea el más completo y documentado, obra de D. Manuel Nieto Cumplido (1935-2021), ilustre historiador, académico y canónigo archivero del inconmensurable fondo documental de la Mezquita-Catedral de Córdoba.
Gonzalo Fernández de Córdoba fue un adelantado a su tiempo. Como militar representa en su máxima expresión al estratega del Renacimiento. Consumó la formidable gesta de conquistar Nápoles para la corona española derrotando al más poderoso ejército europeo del momento. Sentó las bases de los ejércitos modernos, fundamentando la creación de los Tercios españoles que dominaron los campos de batalla europeos durante doscientos años. No fue de menor importancia, aunque sí bastante más desconocida su función diplomática, como pone de manifiesto su cometido en la rendición de Granada, y como político, según evidencia la difícil labor de sujetar, en un primer momento, a la díscola nobleza napolitana y disponerla al servicio de la corona española.
Sus dotes personales de liderazgo, su sentido de la lealtad, de la justicia, la generosidad con el vencido y la esplendidez y largueza con todos, manifiestan un carácter firme y peculiar. Una personalidad a la que añadir una extraordinaria capacidad de estratega, una especial habilidad como diplomático y una sorprendente pericia política, que lo singularizan como un personaje excepcional en el momento histórico coincidente con la conformación de los primeros estados modernos.
Gonzalo Fernández de Córdoba fue el segundón de una relevante familia de la nobleza cordobesa, los Fernández de Córdoba, señores de la casa de Aguilar. Fueron sus padres Pedro Fernández de Córdoba, V señor de Aguilar (1423-1455) y Elvira de Herrera y Enríquez, hija de Pedro Núñez de Herrera, II señor de Pedraza y de Blanca Enríquez de Mendoza, quien aportaba al linaje sangre de los reyes de Castilla.

Pedro Fernández de Córdoba tomó posesión del mayorazgo en 1441, a la muerte de su hermano Alfonso, cuando apenas contaba diecisiete años. La muerte del IV señor de Aguilar le sorprendió como doncel del rey Juan II, en una corte convulsionada por las enormes tensiones entre el condestable Álvaro de Luna, la nobleza castellana y los Infantes de Aragón.
Apenas transcurridos dos años de la toma de posesión, su madre y tutora, doña Leonor de Arellano le propuso contraer matrimonio. Siguiendo la inveterada costumbre de la época, el matrimonio se contemplaba en el contexto político de alianzas nobiliarias. Formando parte del mismo bando, enfrentado a don Álvaro de Luna, se encontraban la Casa de Aguilar y el Almirante de Castilla don Fadrique Enríquez. Este último consideró que el joven heredero del mayorazgo de Aguilar, miembro preponderante del concejo de Córdoba y componente del Consejo Real, era una interesante oportunidad para su sobrina doña Elvira de Herrera, de similar edad a la de don Pedro. A finales de octubre de 1442 el Almirante y doña Leonor de Arellano inician los pasos previos para la boda.
LOS DESPOSORIOS
La primavera se anunciaba en los campos de Castilla cuando don Pedro de Aguilar atravesaba los duros puertos de Sierra Morena y Guadarrama y recorría las inseguras tierras castellanas. Por fin, unos días antes del 18 de marzo de 1444 don Pedro, V señor de Aguilar, cruzaba, al frente de su escolta, las recias puertas de la villa de Pedraza. A medida que avanzaba en dirección al castillo la gente expectante salía a las puertas de las casas, se asomaba a las ventanas y se arremolinaba en la Plaza Mayor para contemplar la comitiva y conocer al noble que, procedente de la lejana Andalucía, llegaba a Pedraza para contraer nupcias con doña Elvira de Herrera, la joven doncella hija de Pedro Núñez de Herrera, II señor de Pedraza, sucesor del Mariscal de Castilla, y de doña Blanca Enríquez, hija, a su vez del gran Almirante de Castilla. Con el matrimonio, la Casa de Aguilar entroncaba con la alta nobleza castellana, que la emparentaba con el mismo Fernando el Católico.
Previamente, la dote y las arras de los contrayentes, concertadas en 700.000 mrs. por cada parte, habían sido acordadas entre el joven señor de Aguilar y el Almirante Mayor de Castilla. De la dote del novio, 200.000 mrs. deberían destinarse al ajuar y joyas de la novia y los restantes 500.000 se entregarían en dinero y en plata. La familia de la novia, por su parte, distribuye sus 700.000 mrs. de la siguiente manera: 200.000 mrs. se gastarán en una silla de montar y freno de plata, además de prendas de ajuar y joyas para D. Pedro Fernández de Córdoba. De los restante 500.000 mrs. se pagarán 300.000 quince días antes de la boda y los restantes 200.000 en dos años a contar desde el día que tenga lugar la ceremonia. De esta cuantía será fiador el Almirante de Castilla. Como fianza comprometida por Pedro Fernández de Córdoba, éste ofrecerá una hipoteca sobre la villa de Montilla y su jurisdicción.
Concertado el día de la boda, la joven pareja se encuentra una espinosa dificultad para llevar a cabo la ceremonia. En tiempo de Cuaresma resultaba imposible celebrar las velaciones y recibir las bendiciones de la Iglesia. Ningún sacerdote de la villa osaba contravenir dicho precepto. Contrariados, los contrayentes recurren al único que podía autorizar una dispensa de la norma, el obispo de Segovia.

En aquellas fechas la diócesis estaba administrada por el cardenal sevillano Juan Cervantes, quien, en atención a los méritos familiares de los novios y a los peligros afrontados por don Pedro en su viaje a tierras castellanas, dirige una carta al cura de la iglesia de Santa María de Pedraza, el sacerdote Alfonso Fernández, autorizando la celebración de las ceremonias precisas. De esta manera, el 21 de marzo de 1444, doña Elvira de Herrera y don Pedro Fernández de Córdoba, contraían matrimonio en la iglesia de Santa María, frente al castillo donde apenas veinte años antes nacía la joven Elvira. Según afirma Nieto Cumplido, la novia vestía un lujoso brial de seda roja bordada en oro y cubría su cabeza con una delicada toca blanca. El novio, por su parte, vestía traje negro con jubón bermejo.
El Archivo Ducal de Medinaceli, en la sección de Priego, conserva el documento donde se detalla el acontecimiento. Según consta, la primera parte de la ceremonia se celebró ante la puerta del templo. En presencia de nobles y escuderos, el sacerdote demandó “las arras que han de ser treze monedas e assi mesmo dos sortijas y puesto todo en el plato”. Tras las oraciones de rigor, los símbolos del matrimonio fueron bendecidos bajo el arco dovelado que da acceso a la iglesia. Concluida la imposición de anillos y la entrega de las arras, el sacerdote acompañó, tomando de las manos, a los novios al interior del templo. Finalmente, llegados al altar y, sentada la novia a la izquierda del novio, el cura, revestido de casulla celebró la misa.
Terminada la ceremonia, los esposos acompañados de los testigos, entre vítores de un pueblo que mostraba el júbilo por el casamiento de su joven señora, se dirigieron a “los palacios de García de Ferrera, señor de la dicha villa”, donde don Pedro Fernández de Córdoba solicitó la presencia del escribano público de la villa para que levantara acta, dando fe que el día de la fecha se había cumplido con todo el ceremonial de los esponsales.
EL FUTURO MONTILLANO DE DOÑA ELVIRA DE HERRERA
Los archivos aportan escasa información del viaje de regreso. Se tiene noticia de que, cruzado el Guadalquivir por tierras cordobesas, la comitiva se dirige desde Aldea del Río hacia Montilla por el camino más corto y seguro, por los campos de Cañete, más protegidos por ser predio de la Casa de Aguilar. Temiendo una emboscada por parte de su primo y frontal enemigo, Diego Fernández de Córdoba, señor de Baena y futuro I Conde de Cabra, don Pedro confía a doña Elvira a otro de sus primos, el Alcaide de los Donceles que la refugia en su castillo de Espejo a escasas dos leguas de Montilla. Los temores de don Pedro se consumaron y fue atacado por su primo en las tierras de un cortijo llamado del Garbanzal, saliendo victorioso de una refriega que, ampulosamente, denominan las crónicas como batalla del Garbanzal. El encuentro armado afectó hondamente a la joven esposa, recién alejada de la protectora placidez del castillo de Pedraza. Sin embargo, instalada en la fortaleza principal de los Córdoba, en Montilla, doña Elvira encontrará la seguridad deseada para ella y su familia.
Pese a que don Pedro era alguacil y alcalde mayor de Córdoba, el matrimonio mantuvo su residencia familiar en Montilla, probablemente a instancias de doña Elvira. Los frecuentes enfrentamientos de las poderosas familias de la aristocracia cordobesa, a los que la Iglesia, con el obispo al frente, no era ajena; las frecuentes revueltas y los vaivenes políticos hacían de la ciudad un lugar especialmente inseguro y violento. Aquel ambiente inestable y hostil motivó que doña Elvira prefiriera vivir lejos de Córdoba, trasladándose a ella sólo al final de su vida.
Elvira de Herrera, junto a Leonor de Arellano, madre de don Pedro, a las que se sumará posteriormente María Manrique, esposa del Gran Capitán, se convertirán en las tres grandes mujeres que entroncan el linaje de la Casa de Aguilar. Las tres afrontarán una larga y fecunda viudedad al frente de sus respectivas casas durante las prolongadas minorías de sus herederos, gobernando con firmeza y acierto sus estados, y gestionando políticas matrimoniales adecuadas y oportunas.
El 18 de febrero de 1455 fallece don Pedro en Recas, cerca de Toledo. Esta circunstancia coloca a doña Elvira al frente del mayorazgo como tutora de sus hijos Leonor, Alfonso y Gonzalo. Leonor aún no alcanzaba los diez años, el heredero del mayorazgo, conocido como Alonso de Aguilar, apenas contaba la edad de ocho años y Gonzalo aún no cumplía los dos. Elvira de Herrera, como antes lo hizo Leonor de Arellano, tomó las riendas del señorío más poderoso de Córdoba, con un territorio que abarcaba las villas y castillos de Aguilar, Montilla, Priego, Carcabuey, Cañete, la Puente de Don Gonzalo, Castillo de Anzur, Montalbán y Monturque. La falta de marido otorgaba una nueva dimensión a su tarea al frente de la casa nobiliaria ya que, en palabras de Molina Recio, “tenía que educar al primogénito para perpetuar la familia, enseñarle los entresijos de la dirección de la misma, de la política, su papel militar, etc. Pero también llevar a cabo todo el conjunto de estrategias matrimoniales que habían sido diseñadas, tanto en el caso de los hijos como de las hijas”. Sin el ejemplo paterno, base de la educación nobiliaria, esta labor obligaba a la madre y tutora a encontrar entre los caballeros el preceptor adecuado para los futuros señores. Sin duda, Elvira de Herrera supo acertar con los preceptores de sus hijos, sin embargo, todo parece indicar que doña Elvira influyó de gran manera en la primera formación de sus hijos.
La historia crea insólitos y remotos lazos entre los pueblos. Lazos que duermen sobre la memoria de los siglos. En este caso, se enlazan Montilla y Pedraza a través de la mítica figura del duque de Sessa, de Terranova y de Santángelo, señor de villas y castillos, Virrey y Gran Condestable de Nápoles: el Gran Capitán. Un segundón que se convirtió, por méritos propios, en la figura más señera del linaje de los Fernández de Córdoba. Un personaje que forjó una identidad singular, donde se aunaba la reciedumbre y el valor de los hombres de la frontera y la formación de un caballero renacentista. Una notable personalidad que aún ofrece incógnitas por conocer y que, por razones de nacimiento, establece un secular vínculo entre Córdoba y Segovia.
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José Rey García
Doctor por la Universidad de Córdoba
Cronista Oficial de Montilla
