Antonio Horcajo
Antonio, o Antón (como a él le gustaba que le llamasen) de Villacastín, fue un monje Jerónimo, hijo de humilde cuna, que sin el quererlo, alcanzaría a ser uno de los hombres más importantes y en la cumbre de su época, cuando en pleno esplendor, España era la dominadora del mundo. Logró todo ello desde la más clara y profunda humildad. Antón, o Antonio que tanto da, vivió más de noventa años en una existencia coherente con la vida elegida, cuajada en el servicio a las grandes obras que le fueron confiadas.
Sus padres fueron honrados, ni pobres ni ricos y murieron siendo Antonio aún niño. Tuvo una hermana, y otro hermano bastardo, según nos dice su biógrafo, Fray José de Siguenza, veraz historiador de la Orden y su puntual biógrafo, por ser compañero suyo, hermano de religión y por haber convivido durante muchos años bajo el mismo techo.
Al morir sus padres quedaron bajo la tutela de un tío, en el propio lugar de Villacastín, donde recibieron instrucción suficiente para leer y escribir “muy con mucha corrección” entonces no fácil de lograr.
Creció Antonio y llegó el momento en que pensó en su falta de oficio y notando que se hacía hombre sin futuro, decidió irse a buscar un empleo, que le hiciera posible vivir con su propio esfuerzo. Así que, un día, por fin, cuando le enviaron con unas pocas monedas a buscar alimentos, al volver a la casa, tropezó con su hermanita y la dijo: “toma este jarro y estos menudos y llévalos a casa, porque voy a otro recado”. Pero, sin blanca y sin bocado, se marchó de su lugar a enfrentar la vida el que “nunca tuvo un real suyo, pero ha gastado tantos millones”. Como más adelante veremos en qué y por qué.
Cuando pasaba por Campo Azálvaro se topó con un arriero que había llevado sus animales, al campo libre, para que paciesen y ya de recogida pidió a Antonio su ayuda para poder volver a cargarlos. Por ello le ofreció pan y bebida, “pues llevaba ya harta necesidad” y, con ello, siguió su camino llegando aquella noche a Navalperal.
Allí se encontró en un mesón con el lacayo de un caballero que iba a Toledo, con unas cartas. Le invitó a cenar y al día siguiente siguieron juntos el camino hasta Toledo.
Y llegando tarde, durmieron debajo de unas mesas de las que había en el Zocodover.
Después de aquella noche bajo las mesas del Zocodover toledano, Antonio despertó dispuesto a buscar amo y entonces, como él dijo, “Quiso la Providencia que pasara por allí un hombre honrado que concertó con él “que le enseñaría el oficio de asentar ladrillos y azulejos, no solo a colocarlos sino también a crearlos, pues era maestro en ello”. Vamos, que Antonio de Villacastín se hizo albañil y decorador de edificios. Nos cuenta que estuvo trabajando con él algunos años, en que le tuvo como padre y maestro, pues le dio de comer y vestir. Cuando salió de Villacastín nos dice que tenía de 16 a 17 años y bien que lo demostró “al llegar de Navalperal a Toledo en un solo día y a pie”.
Aquel maestro, que le acogía tan generosamente en su casa, tenía dos hijos, también del mismo oficio y ambos le recibieron como si fuera el tercer hermano, pues Antonio, “por su afecto y lealtad, se lo merecía”.
En los días de fiesta, según sabemos por el Padre Siguenza, que recibió de él las confidencias, no salía a divertirse, sino que disfrutaba estudiando los papeles de traza de su maestro (lo que ahora se llaman planos), dibujos y proyectos para enlosados y revestimientos. De aquí se deriva la escalera de El Escorial, que orló en azules, complaciendo el deseo del Rey, a pesar de ello nunca tuvo un real en su poder, pues “teniendo de comer y de vestir, con ello se contentaba”.
Con la experiencia de sus trabajos en Toledo se convirtió en un muy buen oficial en todo, “tanto en las virtudes humanas como en la maestría del oficio”.
Los hijos del Maestro se casaron y abrieron casa. Uno de ellos, que le quería especialmente, pidió a Antonio que se quedara con él, “pues aunque su padre recibiera algún enojo, luego se aplacaría”. Y así se quedó Antonio en la casa del que le trató como hermano.
Siendo ya un muy experto oficial, al llegar a la edad de entre los veintisiete y los veintiocho años, creyó Antonio llegado el momento de tomar estado y se decidió por hacerse monje, sin improvisar y si tras una meditación no muy larga, pues algo conocía de las comunidades, al haber trabajado, en diferentes ocasiones en el convento franciscano de Toledo y en el de Jerónimos de la Sisla.
Así que fuese a pedir hábito a San Francisco, donde le rechazaron por exceso de frailes. Sin embargo, los Jerónimos de la Sisla le contestaron que le recibirían “con mucha alegría y satisfacción”.
Fué a despedirse de su casa y, a quien le había recibido como hermano, pidióle algún dinero para el camino y recibió como respuesta que en la casa “no había ni un ochavo”, pues bien sabía Antonio, que había muerto la mujer del hermano hacía poco y todo lo gastó “en entierro, misas y otros embarazos, pero aquí tienes las joyas que ha dejado. Empéñalas y llévate lo que te plazca”, le dijo el hermano y amo. A ello contestó Antonio, según palabras textuales del ya citado Padre Siguenza: “Nunca Dios quiera que yo haga eso; tantos años hace que estamos en compañía y nunca os he sido molesto y, ahora, ¿había de empeñar las joyas que tanto queréis ?. Dadme lo que tuvieres en la bolsa que eso bastará para mi jornada. Sacó la bolsa el hermano y vaciola en una mesa. Partió el mismo Antonio el dinero, tomando un real para él y otro para el compañero y, escuetamente dijo: “Esto me basta” y se marchó al monasterio.
Pero, ¿para qué quiso aquel real si se iba al convento?. Según sus palabras; “Para no ir tan desnudo de todo y de vergüenza y porque nadie dijese que no llevaba blanca”. Es decir, que no era ni un pícaro, ni un mendigo. Aquel fue el primer, y postrero dinero que tuvo suyo. Y estuvo en su bolsillo “en el tiempo que se va de Toledo a la Sisla”, dado que al llegar al monasterio lo entregó al prior. Ese fue todo el caudal de quien luego habría de manejar millones y millones del Rey.
