Con su prosa eficacísima y, he de reconocer, algo folletinesca, Charles Dickens instituyó un estereotipo que pervive hasta hoy: Mr. Scrooge, el hombre que junto a otros defectos muy notables odia la Navidad. En realidad, Ebenezer Scrooge tiene aversión a todo aquello que pueda producir un rayo de felicidad en los humanos. Dickens lo describe en ‘Canción de Navidad’ con su habitual exageración pero con eficaz perfilado: el frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los labios. Scrooge representa, desde el punto de vista psicológico, al típico neurópata, abrumado en su presente por las sombras de su pasado como niño, que le atenazan el ánimo y le agrían el carácter.
La Navidad había pasado ya a mediados del XIX de ser la celebración del Dios hecho hombre de los cristianos y por lo tanto –dadas las fechas en que sucede: el solsticio de invierno- la oportunidad de disfrutar unos días de recogimiento familiar alrededor del hogar, a un icono de la fiesta grupal por excelencia, de la necesidad de ser feliz, incluso superando el hecho primigenio del nacimiento de Jesús. Este hecho es fundamental para los cristianos: corta el cordón umbilical con la religión y la tradición judía, con la que tan fuertes lazos mantiene, lo que explica su importancia dentro del calendario. Sin embargo, la frase de Scrooge: «¡Bah, paparruchas!» (¡Bah, humburg!) es el paradigma del descreído, del misántropo, que se aísla de la sociedad por su incapacidad para participar en los fastos de cualquier celebración y por su inhabilidad para alcanzar siquiera un esbozo de felicidad.
Por supuesto que la obra de Dickens da para más. Muy interesante es la aversión que tiene Mr. Scrooge hacia los pobres e ignorantes, probablemente influencia del pesimista Thomas Malthus. Hablamos, como se decía, de 1843. Puede perfectamente trasladarse ese sentimiento a esta década de los veinte del siglo XXI. El rechazo del migrante –marroquí, turco, senegalés- no lo es tanto por particularizar la diferencia sino por el odio al pobre, al miserable, a quien no se integra en las normas de convivencia social.
“Hay que mantener con todos nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida, que los años nos quitan de entre las manos unos después de otros”
Pero no es esta la faceta de Scrooge que hoy toca, sino la de su misantropía navideña al carecer de familia y, sobre todo, de felicidad. En un poema magistral, como la mayoría de los suyos, Miguel d´Ors escribe: “Es feliz quien no es feliz y no le importa”. El segundo principio moral por excelencia del ser humano –el primero es haz el bien a los demás- es disfrutar de la vida. Y me reafirmo: principio moral. Me acojo, como tantas veces, al criterio de Michel de Montaigne: “Hay que mantener con todos nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida, que los años nos quitan de entre las manos unos después de otros”. Pero es una tendencia que siendo buena en sí no supone una obligación ni un deber. Igual ocurre con la felicidad, aunque, a decir verdad, el concepto es más etéreo y terriblemente más convencional cuando se sale del ámbito personal. ¿Qué parámetros determinan la felicidad de los demás? Los ogros de la Navidad actual tienen repelús a esa obligación pública de ser feliz y de tener que compartirla con la familia. Hay que reconocer que en algunos ambientes y en algunas fechas la felicidad está muy sobrevalorada. Lo mismo que la familia. La familia es una oportunidad que nos ofrece la naturaleza, no un grillete que te encadena a la sangre. La obligación de llevarte bien con ella –incluso de quererla- es una idiotez supina cuando sobrepasa un razonable esfuerzo inicial, que el ser humano debe procurar. Otra cosa es la responsabilidad ante la familia, que según el grado de parentesco se convierte en obligación jurídica. Y me voy a permitir no poner ejemplos sobre los límites que debe alcanzar el afecto porque de seguro cada cual tiene su propia opinión al respecto.
La Navidad, como toda celebración ritual, posee diversas significaciones que complementan el hecho -que la fundamenta originalmente en nuestra civilización- del nacimiento de Jesús: nos evidencia el carácter cíclico de la existencia humana; es decir, que existe otra oportunidad para el alivio porque el tiempo, que es un buen reparador, siempre vuelve; no es menos relevante el que las fiestas hayan supuesto, a lo largo de la historia, una elevación del pesado acontecer diario: por ello la búsqueda añadida de la trascendencia, que permite superar una existencia anodina y repetitiva.
El happy flower consumista actual ha sobrepasado todos los límites, es cierto, pero como todo rito hay que asumirlo en su contexto sociológico y psicológico
El happy flower consumista actual ha sobrepasado todos los límites, es cierto, pero como todo rito hay que asumirlo en su contexto sociológico y psicológico. Como una oportunidad, que si no se aprovecha, no pasa nada. Ebenezer Scrooge se redime cuando recibe la visita de tres fantasmas, de tres espíritus: su pasado, su presente y su futuro. De niño, me llamó la atención por terrible el fantasma del futuro, que enseñaba la alegría de la gente ante la muerte del pobre y neurótico cascarrabias. Los tres espíritus evidencian la característica esencial de los ogros de la Navidad: su debilidad. Una debilidad que les impide encarar la Navidad como lo que es: una celebración religiosa para unos, y para otros, un rito, un signo, un convencionalismo social de los muchos que conforman nuestra convivencia grupal.
