Puede resultar familiar la escena de una llamada telefónica procedente del nuevo gestor asignado digitalmente por el banco de toda la vida, tras haber cerrado a cal y canto esa oficina a la que llevabas yendo cuarenta años, en la que ya no conocías a nadie, donde últimamente había que pedir cita para que te otorgaran el honor de permitirte posar los pies y ser mal atendido. “Pásese por su nueva oficina. Tenemos que actualizar sus datos” –resuena al otro lado del hilo telefónico en un tono melodioso y afable a más no poder.
Elegante traje de chaqueta con discreta falda ajustada, encantadora sonrisa, impecable discurso lógico, racional e irrefutable, te reciben en medio de una decoración impersonal y moderna. “He estado estudiando con detenimiento sus movimientos y tenemos un nuevo producto que parece diseñado para usted: una cartera de fondos, que no tiene ningún riesgo y le va a dar una gran rentabilidad”. Y picas.
El caso es que, esa aplicación tan estupenda que has tenido que descargar en el móvil y sin la que ya no se puede ser ciudadano, te recuerda cada mañana lo imbécil que fuiste al dejarte engatusar de nuevo, cuando compruebas que, aquella inversión exenta de riesgo, va menguando día a día. “Ni se le ocurra vender ahora, se trata de un momento puntual. Estos fondos, a la larga, siempre recuperan”.
Y un día, cosas de la vida en una pequeña ciudad, te encuentras con aquella flamante vendedora de falda ajustada, con quien has trabado cierta amistad de tanto hablar de los dichosos fondos, vestida de chándal, en zapatillas, con el pelo lacio y una cara horrible y, hete aquí que rompe a llorar en medio de la antigua Fernández Ladreda. Te da tanta pena que la invitas a un café. Te cuenta que la han puesto de patitas en la calle “a mí, que he dado la vida por el banco” y te describe el estado de esclavitud y de presión al que llevaba siendo sometida desde no se sabe cuánto tiempo por unos jefes a los que jamás había visto la cara, cómo entró en una profunda depresión y el modo en el que un día, trató de quitarse la vida tomando siete “blisters” de antidepresivos, y que está viva de milagro.
Decides vender los dichosos fondos que, por aquellas, ya han perdido un 20% de su valor, más otro tanto por la inflación y comienzas a tirar del hilo. Entras en un mundo de nombres apocalípticos: BlackRock, Vanguard… y, compruebas con estupor, que solo el citado en primer lugar, gestiona y, por tanto, cuenta, con un capital de diez billones de dólares, lo que supone cuatro veces el PIB de nuestro país. Y que ha llegado a esta desorbitada cifra en tan solo 34 años. Curiosa coincidencia que, en el tiempo en el que tu dinero vale un 30% menos el suyo vale un 30% más. Lo dominan todo; empresas, automóvil, energía, aseguradoras, farmacéuticas, negocio armamentístico, países, bancos, pensiones, todo. Marcan las pautas del coche que hay que comprar, el combustible que hay que consumir, el modo en el que hay que pagar, el teléfono que tienes que llevar, el precio que has de pagar por volar, el modo en el que te tienes que desplazar, las pastillas que te tienes que tomar, las vacunas que te debes inocular. Se forran con la desgracia ajena, a través de la enfermedad, mediante los conflictos bélicos. Utilizan las pandemias en su propio beneficio, las bombas en su favor, el cáncer como inversión. Ya dijo su creador, Larry Fink, que BlackRock se creó para hacer dinero para sus clientes; todas sus decisiones se toman bajo esta única premisa, por encima de cualquier consideración social o medioambiental.
Todo este entramado se sustenta sobre un sistema de dilución de la responsabilidad. La gestión de tu cartera de fondos la lleva a cabo un ser innominado y desconocido que se limita a enviarte un estúpido informe copia-pega grandilocuente vacío de contenido, por el que el banco te cobra una comisión mensual y, si ganas algo, una pingüe porcentaje aparte. Las farmacéuticas (propiedad de los fondos) obligan a firmar a la parte compradora un reconocimiento de exención de responsabilidad inaudito hasta ahora.
Y, ¿quién es BlackRock? ¿Quién se está haciendo con el dinero de toda la humanidad? ¿En manos de quién hemos puesto nuestra libertad? Las caras de sus dirigentes no se conocen, salvo la del fundador.
Cuando, alguien utiliza engaño bastante para producir error induciendo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio, nos encontramos ante una estafa. Cuando el 70% de lo ganado honradamente con tu trabajo se utiliza para cubrir un determinado sistema impositivo se denomina asalto. Nos tienen tan ocupados para lograr pagar nuestros impuestos que no nos queda tiempo para ocuparnos de gestionar lo nuestro. El caso es que si les contáramos a nuestros abuelos que hemos puesto nuestro dinero en manos de un desconocido para que nos lo guarde y gestione, dirían que nos hemos vuelto locos. Es como dejar a nuestras ovejas al cuidado del lobo alfa de la manada.
Un día despiertas, como de un mal sueño y te preguntas: ¿quién soy? ¿A qué estoy jugando en esta vida?
