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Los diputados de Cádiz

por Jacinto Romero Peña
28 de septiembre de 2025
en Tribuna
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Luis Mester

¡Aquellos trenes de vapor!

LA UE Y EL INDULTO A PUIGDEMONT

En la Isla de León -San Fernando (Cádiz)-, a 24 de septiembre de hace 215 años. Los diputados, en número de 104 -menos de la mitad de los esperados-, procesionaron de forma solemne entre vítores de la población y la custodia de las fuerzas militares que defendían la localidad, desde el edificio de la Regencia -hoy Ayuntamiento- hacia la iglesia mayor de San Pedro y San Pablo, donde se produjo el juramento de sus señorías. Tras ello, pasarían al Teatro Cómico, actual Real Teatro de las Cortes, al objeto de iniciar las sesiones.

 

Distancias cortas, de muy escasos centenares de metros, pero una especie de “vía sacra de la libertad”. Entre el juramento matutino de las Cortes de Cádiz y el final de la primera sesión, ya muy entrada la noche, se había proporcionado un golpe mortal al denominado “Antiguo Régimen”, que aún daría coletazos sangrientos y desesperados hasta mediados de los años 30 del siglo XIX. Es decir, aldabonazo de principio del fin de cientos de años de privilegios de unos pocos ante una inmensa mayoría de postergados. Particularmente, me parece inaudito que el recorrido indicado no sea en la actualidad objeto de peregrinación de millones de españoles ávidos por compartir los aromas y las armoniosas notas de libertad de tan gloriosa jornada.

 

La escena del juramento fue recogida en “foto fija” por José Casado del Alisal en 1862, quedando plasmada en el cuadro de grandes dimensiones que cuelga en el testero del Congreso de los Diputados, a la izquierda de la presidencia. Ejemplar primoroso de la denominada “pintura histórica” que hizo furor en España en la segunda mitad del XIX, transpira seriedad y circunspección, pareciendo más bien la representación de un funeral. Unas exequias por algo muy importante que fue y que está a punto de convertirse en un fósil de la historia. Representa la última oportunidad, el último aliento que le queda a una nación exhausta y ocupada completamente por fuerzas extranjeras que ve, además, cómo se le levantan los territorios americanos organizados en Juntas, como era el caso de Caracas (19 de abril de 1810), de Buenos Aires (25 de mayo) o de Bogotá (20 de julio), sin olvidar el grito de Hidalgo en México solo unos días antes de la sesión inaugural de las Cortes. Y es que, en este día de inicios del otoño de 1810 las posibilidades de supervivencia de la independencia de la nación, como la entendían los diputados de Cádiz, eran ínfimas, pero allí estaban, dispuestos a lo imposible; y en este transcurrir del siglo XXI, de zozobra e incertidumbre constantes respecto de nuestro futuro, deberíamos todos estar mucho más agradecidos y evocadores con ellos, y mucho más comprometidos y amantes con ella.

 

Ya en el teatro, iniciando la sesión, se levantaba el primero de los oradores. Era un clérigo, sí, un clérigo, que algunos identificaron inicialmente como Muñoz Torrero, ex rector de la Universidad de Salamanca. Terminó proponiendo la aprobación de una minuta que leyó Juan Luján, uno de sus correligionarios. Se ve que el grupo de los denominados “liberales” había ido preparado, pero urge decir que nada de partidos políticos organizados de forma permanente, con sólo algunas coincidencias ideológicas entre los diputados afines y, por supuesto, nada de disciplina de voto. Benito Pérez Galdós diría sobre la intervención de Torrero, varias décadas después, en su Episodio Nacional “Cádiz”, que “el discurso no fue largo, pero sí sentencioso, elocuente y erudito. En un cuarto de hora Muñoz Torrero había lanzado a la faz de la nación el programa del nuevo Gobierno, y la esencia de las nuevas ideas. Cuando la última palabra expiró en sus labios, y se sentó recibiendo las felicitaciones y los aplausos de las tribunas, el siglo decimoctavo había concluido. El reloj de la historia señaló con campanada, no por todos oída, su última hora, y realizose (sic) en España uno de los principales dobleces del tiempo”.

 

Y es que Torrero, sí, un clérigo, había afirmado que en las Cortes residía la soberanía, que convenía dividir los tres poderes legislativo, ejecutivo y judicial, lo que debía mirarse como base fundamental; al paso que se renovase el reconocimiento del legítimo rey de España Fernando VII, como primer acto de la soberanía de las Cortes; y que se reclamaban como nulas las abdicaciones de Bayona, no solo por haber sido efectuadas con falta de libertad sino, muy principalmente, por falta del consentimiento de la nación. Sí, un clérigo.

 

Es decir, no solo eran las Cortes las que reconocían a Fernando VII rey de España como acto de soberanía intrínseca, sino que los reyes lo habían sido hasta ahora por el consentimiento de la nación. Nada de transmisión directa de derechos de Dios al rey, como en el caso del absolutismo francés. Estamos ante un puro pensamiento neoescolástico radicalmente español procedente, especialmente, de las teorías de Francisco Suárez (1548-1617), que puede apreciarse en toda su extensión en el Preámbulo de la Constitución de 1812: es Dios el supremo legislador de la sociedad, y las “Cortes generales y extraordinarias de la Nación española” son las que decretan, en su nombre, la Constitución. Muy diferente a la carta de Bayona de 1808, en que es José Napoleón quien, por la gracia de Dios, es “Rey de las Españas y las Indias” y decreta la Constitución. Seamos justos y ecuánimes cuando hablamos para nuestro propio escarnio del atraso ideológico secular español. Leamos más y opinemos menos a la ligera.

 

Sólo tres meses después de la sesión inaugural, el 23 de diciembre de 1810 sería nombrada la Comisión que debería redactar la Constitución, por la que tanta gente moriría años después. Presidida por Muñoz Torrero, contaba con una distribución equitativa de diputados liberales, realistas o absolutistas, y de procedencia americana. No corresponde desgranar en estos párrafos el contenido de la Constitución que vería la luz el 19 de marzo de 1812, habiendo sido escogido este día como homenaje a Fernando VII en el cuarto aniversario de su subida al trono. ¡Pobres ilusos! Pero sí quiero quedarme con dos de sus disposiciones: el bellísimo artículo 2, “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”, en clarísima réplica del infame del mismo numeral de la carta de Bayona que la hacía propiedad de la familia de Napoleón; aunque entiendo que se podría haber añadido en su final “… ni de ningún grupo político o ideológico”, adelantándose a tantas y tantas situaciones en que grupos determinados han tratado de suplantar desde entonces a la soberanía que de manera inalienable atesora cada uno de nosotros. Pero se ve que los constituyentes de 1812 eran “buenistas” como tanto se dice últimamente en la jerga de los comentarios sobre política, haciendo referencia a los del 78 de la actual Carta Magna. Y se entiende que la excesiva confianza del constituyente viene de lejos.

El juramento de las Cortes de Cádiz en 1810 de José Casado del Alisal. 1863. Óleo sobre tela.
El juramento de las Cortes de Cádiz en 1810 de José Casado del Alisal. 1863. Óleo sobre tela.

 

El segundo de los artículos de 1812 que saco a pantalla es el 110: “Los diputados no podrán volver a ser elegidos, sino mediante una diputación”, es decir, no podían ser elegidos dos veces de forma consecutiva. ¿Por qué los diputados, que eran elegidos directamente por el pueblo, eso sí bajo “sufragio censitario” ciertamente restrictivo, no universal -ni masculino ni femenino- se “suicidaban” aparentemente, acordando que no podían repetir de continuo en dos legislaturas? La solución a la pregunta puede ser relativamente fácil: todos tenían oficio o bienes reconocidos y posibilidades de desarrollar su vida sin necesidad de sentarse desde muy joven al cobijo de un partido político organizado y mucho menos deberle su nombramiento a un señor o señora que los colocara en lista y con número de salida elegible. Y, por otra parte, aunque sus señorías gaditanas tenían difícil intuir hasta dónde podríamos llegar, ¿qué se conoce de cómo cambia la calle de tu país cuando es factible disfrutar en bastantes casos de la poltrona durante décadas, sea de los Pirineos para abajo o sea para arriba, o distribuyendo sabiamente ambas?

 

Advertido el “error” por los constituyentes de 1837, donde se da por finiquitado de forma definitiva el “Antiguo Régimen”, se incluye en el artículo 22 de la Constitución de ese año que “Los diputados se elegirán por el método directo, y podrán ser reelegidos indefinidamente”. Hoy, siempre a mi modesto entender, se da una interpretación muy sui generis de qué cosa sea el “método directo”, con listas cerradas de los partidos políticos, acudiéndose, sin embargo, al entendimiento literal de la segunda parte del artículo, la reelección indefinida, iniciándose ya en época tan temprana de la búsqueda de la democracia uno de sus cánceres más evidentes. ¿Nos hemos dado cuenta, el que firma el primero, que la abstención en las elecciones obtiene desde hace mucho tiempo un porcentaje igual o superior al del partido que las gana? ¿Cuál es la razón, comodidad o hastío? ¿Por qué no se puede concluir en una situación en que todos los votos tengan el mismo valor y el elector pueda conocer personalmente a su elegido y acceder a él con sus reivindicaciones? ¿Qué es eso de la disciplina de voto? Si todos los diputados de un partido político van a votar lo mismo, ¿para qué hay tantos en el Congreso, tantos en las Comunidades Autónomas y tantos concejales en los ayuntamientos? Creo, sinceramente, que todo lo anterior se solucionaría lo más perfectiblemente posible con voluntad. Y creo, también, que no la hay, por ahora.

 

Pero volvamos a nuestros diputados de Cádiz. Tras el golpe de estado de Fernando VII de 4 de mayo de 1814 –primero de los que reconoce la historiografía española- Muñoz Torrero sólo disfrutaría de libertad, hasta su fallecimiento en 1829, durante el Trienio Liberal de 1820-23. Agustín de Argüelles y Toreno también pasarían largas temporadas en prisión y destierro hasta la muerte del felón en 1833. Una historia dramática y muy desconocida de estos españoles que creyeron en su nación cuando parecía imposible que tuviera el más mínimo atisbo de futuro. Su ejemplo debe servirnos a todos para continuar trabajando por ella, por su mejora constante, por su cohesión, y por el restablecimiento de la convivencia tan maltratada por las presiones que nos vienen a diario de algunas cúpulas políticas actuales.

 

Bombardeos diarios, tanto en San Fernando como en Cádiz, hacia donde se desplazaron las Cortes el 23 de febrero de 1811; epidemia de fiebre amarilla –la cuarta desde que se iniciara el siglo- que costó la vida a cinco de los diputados; una perenne situación de angustia que hacía entender la no seguridad de un día siguiente; injerencias constantes de los intereses de los aliados británicos, etc. Esta fue la situación calamitosa de unos diputados que corrieron con botas de siete leguas hacia la meta de las libertades, que organizaron campañas militares terminando por ganar una guerra imposible contra la primera potencia del mundo y que, en sus ratos libres, redactaron una Constitución. Formidable. Y aunque he dudado mucho en incluir este párrafo para no prolongar en exceso el artículo, he creído sinceramente que no podía eliminarlo, de manera que no se oculte esta realidad dantesca en el trabajo de tan insignes servidores de España. Apoteósico el resultado de sus trabajos en las condiciones narradas.

 

Gloria a los diputados de Cádiz.

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