Dicen que Miguel Ángel pudo atenuar los efectos de la artrosis en sus deformadas manos, prolongando de forma terapéutica en el tiempo el uso de sus viejas herramientas. Aunque pocas cosas suelen sacar tanto de quicio y ponen tanto en riesgo la convivencia como tener que soportar el ruido de un vecino empeñado en golpear con el cincel y el martillo, habría que preguntarle a sus cercanos de entonces por la opinión al respecto de aquel ruido generado, aunque en este caso correspondido con un legado artístico de inigualable belleza.
Puede que el renacentista fuese la excepción que confirma la regla. Algo inusual para la generalidad del común que, careciendo como carecemos de la mano y el virtuosismo capaz de liberar la belleza oculta tras el sobrante de la piedra, lo de andar esculpiendo a golpes de cincel y martillo solo puede generar ruidosas molestias. Por ese motivo, parecería contraproducente o incluso muy arriesgado emplearlo a modo de terapia recurrente o elevarlo a un nivel general, con la intención de esculpir circunstancias sociopolíticas de agenda.
Y es que la historia viene siendo una consecución de hechos cuyos protagonistas, en ocasiones concienzudamente y otras veces con más prisa, repican en las fachadas los viejos escudos y los dinteles de la memoria para destruir, de manera estrepitosa, cualquier tipo de referencia y generalmente con la lógica de la conveniencia. Porque nunca ha faltado quien, ante la mínima de las dolencias y cada vez con menos sutilezas, le guste sacar a relucir las viejas herramientas para recrearse en la literalidad de la ruidosa acción destructora de la convivencia, cincelando realidades sociales paralelas. Un uso y abuso del cincel y del martillo con tanta insistencia y con tanta frecuencia, que cualquiera pensaría que más que un proyecto creativo o una cuestión de conciencia, lo que se esté buscando sea generar el ruido que apoque los vientos contrarios y todas aquellas maniobras que sean necesarias para la supervivencia de quienes manejan las herramientas, eso sí, sin que nadie pueda opinar sobre si estas carecen o no de ética.
Algo de primero del manual de resiliencia y su obra magna del estruendo, que nos enfoca y convierte en simples activos del propio ruido de redundantes polémicas, como aquellas originadas desde cualquiera de las facetas del llamado wokismo o como las que procedan de los diferentes y manidos “años temáticos” de lo que sea. Pura mascletá de dudosa utilidad social, que no debería tener demasiado recorrido, salvo el de aglutinar alrededor del artífice de turno a una masa política y social que le permita sobrevivir a sus achaques y seguir manteniendo el tipo. Es decir: continuar con el golpeo del machacante ruido, que resuene como un “gusano auditivo”, esculpiendo en el pensamiento occidental la simpleza del argumento general más sumiso que ponga nuestra capacidad de criterio, una vez más, en tela de juicio. El mismo discernimiento adormecido que, una vez recuperado, debería poner en entredicho la permisividad con los artífices por su pérdida de credibilidad y la decepción de una sociedad cansada de tan insistentes e intransigentes ruidos. Un agotamiento general tan significativo por tan estrepitosos estímulos, que podría dar lugar a una reacción igual y contraría, como ya venía avisando el científico. Ya saben, el de “la tercera ley de acción y reacción”, pero en su versión del karma político.
