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Llorona

por Mario Antón Lobo
24 de abril de 2025
en Tribuna
MARIO ANTON LOBO
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Sí. Soy una llorona. ¿Será un llorón? Es que prefiero el femenino al masculino, no como la gramática. Y porque se vea que género y sexo no son lo mismo, aunque coincidan a veces. Como en la llorona de la canción “no sé qué tienen las flores del camposanto que, cuando las mueve el viento, parece que están llorando”. De México, de siglos, que viene el cuento, el canto.

Hace total cuatro, cinco meses, ni años ni siglos, se recortaba el castaño de indias del patio de mi casa contra la sombra negra del frontón con todo su esplendor en oro. Al tiempo que se fue desprendiendo de sus lingotes, digo de sus hojas, yo empezaba a llorar. Deambulaba con la prisa, con el ansia del entomólogo, levantando acta con mis fotografías de otros tantos desastres: arce, haya, roble escarlata, zumaque de Virginia. La profecía segoviana, nueve meses de invierno, me hacía temer lo peor: esqueletos sin hojas recortándose frente al azul de helada.

Hombre de poca fe. Pasó febrero con las flores de almendro. Marzo no ha parado de llover. La Alameda del Parral ofrece cuarenta mil tonos de verde allá por donde mires. Los almeces se han cubierto de una delicada puntilla dorada antes de explotar en verde sobre las aceras, en medio de las plazas. Y tú llorando.

Doce, quince de abril y el castaño de indias del patio de mi casa está cuajado de verde. Preparando como un loco los racimos de flores que ofrecerá a las tormentas, al ventarrón, para que sobrevivan las castañas más valientes. Y tú, llorona, llorando.

La Alameda. Mario Antón Lobo.
La Alameda. Mario Antón Lobo.

Han desfilado todas las colecciones de amentos para dar paso a las hojas. Sin contar que los avellanos dejaron colgar los suyos allá por diciembre. O que los castaños de indias llevan meses alquimiando en el laboratorio de sus yemas, a punto de estallar en las últimas semanas. Ay, llorona.

“Si lloras por haber perdido el sol las lágrimas no te dejarán ver las estrellas,” te advirtió Tagore. Y tú llorando porque se acababa el otoño, porque no nevaba, porque la bajante se llenaba de musgo y te devolvía el agua de la lluvia sobre la chimenea de tu caldera. A este chico es que le han hecho llorando.

Sí. Me cuesta distinguir a las estrellas, puede que sea por las lágrimas. Por eso me voy a la cama pronto. El amanecer me devuelve la sonrisa. El amanecer y la primavera me devuelven los colores. Contra mi pronóstico la luz enciende en los árboles toda la gama de verdes que pueda imaginar. Me pasa todos los años. Entonces dejo de llorar y me lío a hacer fotos como un descosido. Casi se me olvida el número de achaques, la intensidad de alguno y la cercanía de mi propio invierno. Una vez más, sin darme cuenta, me sorprendo a mí mismo: he dejado de llorar.

“Todavía no ha pasado el último cura.” Decía Cucú. Y hasta que no pasa el último cura no se acaba la procesión. Porque mayo, de vez en cuando, saca la navaja y deja tiritando a los frutales, a las cosechas, a la vegetación toda. La vida dura de los labradores. Para entonces yo ya estoy cantando a lo Pablo Milanés, “cual si no pasara nada”, emborrachándome de primavera, no sea que la calorina me deje seco. Incluso sin lágrimas para llorar.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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