De acuerdo con los compromisos contemplados en el programa del Ministerio de Agricultura, el Gobierno ha dado en los últimos días luz verde a dos proyectos de ley, uno para el fomento de la integración cooperativa y otro para la mejora del funcionamiento de la cadena alimentaria, que se pueden considerar muy importantes para los intereses del sector. En el primer caso, se trata de mejorar los problemas de dispersión de la oferta que sufre tradicionalmente el campo a la hora de comercializar sus producciones y, en el otro, para lograr una mayor transparencia y, sobre todo, un equilibrio entre los intereses de todas las partes que operan en la cadena alimentaria, donde los grandes grupos industriales y, sobre todo, la gran distribución, imponen sus exigencias. Ambas normas van de la mano y, desde posiciones diferentes, pretenden los mismos objetivos en defensa de los sectores agrario y alimentario.
Nos encontramos, pues, ante dos futuras nuevas disposiciones para mejorar las rentas agrarias que van a establecer unos nuevos marcos de funcionamiento. Sin embargo, pueden quedarse en nada si no se cumplen dos condiciones. En el caso de la ordenación de la oferta agroalimentaria, al margen de que haya una ley, es fundamental que los agricultores y ganaderos asuman ese compromiso de lograr una mejor organización para defender lo suyo y que la Administración ponga sobre la mesa instrumentos financieros o fiscales que animen al desarrollo de esos procesos. En el caso de la mejora de la transparencia de la cadena alimentaria, lo importante es que, de verdad, exista la decisión en el Ejecutivo de que funcionen los mecanismos para controlar que la gran distribución no aplica prácticas prohibidas por las que se deberían imponer las correspondientes sanciones, cosa que hasta la fecha ha sido obviada desde los servicios de competencia.
El individualismo en la oferta es un problema que viene de lejos. Dar una salida al mismo ha constituido también un viejo objetivo del Ministerio hace ya varias décadas y era algo que figuraba en todos los programas electorales que han pasado por este país desde la transición.
Sobre el papel, existen cerca de un millón de explotaciones, aunque en realidad el número de agricultores y ganaderos solo supera ligeramente los 300.000. Como el principal instrumento organizado en la producción se hallan las entidades asociativas, donde destacan unas 3.500 cooperativas con una facturación de unos 17.000 millones de euros y cerca de un millón de socios. Frente a esos datos, hay que puntualizar que en ese millón de socios hay muchos que se han computado dos y hasta tres veces al pertenecer a la vez a varias asociaciones.
En ellas se han producido en los últimos años algunos movimientos importantes de fusión o integración para la formación de grupos más fuertes. Ese proceso ha supuesto que en este momento haya docena de grandes grupos que facturan unos 5.000 millones de euros, y donde destacan sociedades como Coren en Orense, AN de Navarra, Anecoop en Valencia, Covap en Córdoba, Central Lechera Asturiana u Hojiblanca.
Junto a la actividad también funcionan esos cientos de cooperativas de primer grado que en conjunto controlan producciones como el aceite o el vino, pero que en realidad, a la hora de su comercialización, depende de sus ventas a los grupos industriales. En ambos casos, especialmente en el segundo, al sector cooperativo le falta capacidad para defender adecuadamente los intereses de sus socios frente a los operadores, las industrias o la gran distribución. Para apoyar este desarrollo, la Administración pondrá a disposición del sector un amplio abanico de medidas financieras, fiscales, de formación y de I+D.
En la cadena alimentaria, un segundo actor es la industria, con una facturación anual de unos 84.000 millones de euros desde un total de unas 30.000 empresas, de las que unas 10.000 no se podrían considerar como tales en cuanto se trata de panaderías.
De esas 20.000 restantes, existe un pequeño núcleo con unos niveles muy elevados de facturación, en algunos casos grupos multinacionales con unas marcas de prestigio demandadas por los consumidores. Se trata de una docena de compañías con una facturación en conjunto de unos 20.000 millones de euros que sí pueden imponer sus condiciones a los grandes grupos de la distribución, aunque en algunos casos, cuando han llegado a tensar la cuerda, se ha quedado durante algún tiempo fuera.
Pero, la nota dominante es la de una industria alimentaria donde el 26,5% no tiene asalariados, un 26% solo de uno a dos y un 17% de tres a cinco. Con esas plantillas, es fácil deducir que sus niveles de facturación son bajos, lo que impide la posibilidad de negociación con la gran distribución en una posición de igualdad, donde solo cinco grupos suponen el 50% de las ventas minoristas.
La ley no vendría a suponer una mayor facilidad de negociación para esos miles de pequeñas industrias, pero, si la aplicación de la norma es correcta y los mecanismos de inspección y sanción funcionan adecuadamente, se daría un paso importante para acabar con una serie de métodos ilegales como venta a pérdidas, marcas baratas, una política discriminatoria en los márgenes, etc.
El mejor síntoma de que la ley puede ser importante es que en medios de la gran distribución se ha acogido la misma con recelo, sobre todo, tras los tiempos cuando desde Competencia se miraba hacia otra parte cuando llevaban a cabo práctica prohibidas.
