Llegadas las «navidades», fechas propias para empachos solidarios y hartazgo de langostinos y cuñados (aquellos que puedan permitirse los primeros y soportar a los segundos), procede pararse un momento y reflexionar seriamente sobre la mala fortuna de muchas familias a las que eso de las «fiestas entrañables» les queda muy lejos. Una pizca de crítica social entre tantas guirnaldas de bombillas y espumillones despelujados.
El caso es que yo conozco a una joven pareja que, en estos días, están pasando un calvario, ignorados por la mayoría de sus conciudadanos. Estos últimos, entretenidos como estarán la noche del 24 en sacar los canapés a la mesa mientras el pavo acaba de dorarse en el horno, no tendrán tiempo ni ánimo para comprometerse con historias ajenas.
Yo se la cuento. Esta pobre gente, lejos de su tierra, se ha visto obligada a okupar una infravivienda para pasar la noche. Con suerte, serán unas pocas más si logran pasar desapercibidos en el lugar. Y en lo que menos piensan es en el menú de Nochebuena, como es natural. El marido, agobiado por el peso de la responsabilidad, arropa a su mujer que, exhausta, descansa a su lado. Y cavila acerca de sus próximos pasos. Habrá que apechugar. Cuando el trance en el que se ven envueltos concluya, cuando todo pase, emigrarán a otro país. Está decidido. Aunque sólo sea por un tiempo. Luego, Dios dirá.
Pobreza, anonimato, falta de techo. Desarraigo, ansiedad. Problemas de nuestro tiempo, tiempo que los más afortunados consumimos alegremente entre excesos, sobras recalentadas y estampados de renos. Disfrutando de las navidades (con minúscula), que es lo que toca.
Esta pareja que tan querida me es, sin embargo, se escapa de la regla establecida. Por eso son admirables. Ambos encarnan a otros hombres y mujeres que, no teniendo motivos aparentes para celebrar la Navidad, viven y luchan confiando en que el tiempo venidero traiga una nueva luz a la tierra. Esperanza en medio del abatimiento. Necesidad de justicia en medio de la tribulación.
Es medianoche. El hombre, con un sobresalto, se sacude los vapores del sueño que empezaban a vencerlo. A su mujer le han venido los dolores del parto. De repente, todo empieza a cambiar. Una rara luz se filtra por las rendijas del entablado de las paredes. El nombre del joven es José; el de ella, María.
Feliz Navidad.
