El Cerro del Puerco, una tachuela a las faldas de Peñalara, vuelve a hablar cuando uno le presta el oído. No hace falta más que subir por las sendas de arena y canto rodado para que asomen, entre jaras tercas y robledales que ganan altura, las huellas de unas fortificaciones humildes y obstinadas. Parapetos de tierra endurecida, líneas de trinchera, restos de nidos de ametralladora, observatorios tallados con prisas: geometría de urgencia que aún sostiene el recuerdo de una guerra reciente y de todas las anteriores…
La importancia del enclave no reclama trompetas. Bastan las cicatrices. Cada talud cuenta cuántas manos movieron tierra, cuántos turnos de pala y miedo. Las posiciones dominaban desfiladeros y caminos, y son todavía un manual al aire libre sobre cómo se defiende una altura en tiempos de pólvora y alambre. Desde arriba, la llanura se despliega como un tablero de estrategia. El viento, que entonces traía órdenes ásperas, ahora trae resina, abejas y campanas de algún pueblo cercano.
Ese mismo viento empuja la vegetación que empieza a taparlo todo. Las jaras, pacientes como una infantería vegetal, colonizan los bordes de las zanjas; los robles jóvenes echan sombra donde antes sólo había soldados y polvo. El monte reclama su derecho antiguo y lo hace con eficacia implacable: raíces que desmoronan, hojas que acumulan mantillo, ramas que cierran el paso. Si nadie despeja, la historia queda bajo un manto verde, y el visitante pierde el hilo que une las piedras con los nombres.
Conservar el Cerro del Puerco no es congelarlo, sino leerlo bien. Señalizar sin estridencias, abrir sendas discretas, limpiar con respeto, explicar sin dogma. Convertir este conjunto de fortificaciones en aula abierta donde estudiantes, caminantes y curiosos entiendan que un paisaje también es un archivo. El lugar no pide espectáculo: pide cuidado. Porque en cada saco terrero deshecho, en cada tronera cegada por el musgo, hay una lección sobria sobre la fragilidad de la memoria.
Harían falta brigadas de voluntarios, arqueólogos con cepillo fino y topógrafos con GPS; quizá también un dron que levante planos y visitas guiadas que devuelvan contexto antes de que el monte termine tragándolo todo.
Cuando cae la tarde y las sombras recortan los perfiles de los parapetos, el cerro recuerda por qué fue frontera y mirador. Queda el rumor de la sierra, el paso de un corzo y el roce del monte que vuelve a ocupar lo que es suyo. De nosotros depende que ese regreso no borre, sino que cubra con respeto, las líneas que cuentan quiénes fuimos cuando no sabíamos si habría mañana.
