Pensar que lo antiguo es caduco e irremediablemente superado por lo novedoso es una enfermedad que padecen cada vez más jóvenes y que atormenta singularmente a muchos de los que, como un servidor, vivimos observando un pasado que se niega a desaparecer. Que nada perece y todo acaba por renovarse lo tenían claro los viejos filósofos socráticos hace más de dos mil años y, ya ven, seguimos asintiendo cada vez que lo escuchamos. Ya sea en el arte, la literatura o la filosofía, ese viejo principio nunca acaba por sucumbir a cualquiera que sea la vanguardia o moda renovadora del momento. Lo nuevo acaba por pasar, prevaleciendo la sensatez o, dicho de otro modo, aflorando el verdadero conocimiento por encima de dimes y diretes ocasionales, condenados a la efervescencia radical del que no conoce el mañana. Y, si hablamos de política, poco más se puede decir. Que nada hay nuevo bajo el sol, sino el reflejo de un ayer no superado, siempre presente en cada decisión y oculto en la ignorancia popular institucionalizada tras siglos de misticismo educativo.
Quizás, por todo ello, me hizo mucha ilusión escuchar hace unos días las aventuras de Miguel Muñagorri junto con mi Compadre, el Sr. Bellette, al calor de unos vinos densos en el Restaurante La Fundición. Ingeniero de largos recorridos, Miguel acostumbra a pasear su lento caminar por este Real Sitio entre pausadas conversaciones, sonrisas tenues y miradas silenciosas repletas de contenido. Amante del Camino de Santiago, de su eterno devenir, ha recorrido cuanto ha podido, especialmente por el País Vasco, buscándose a sí mismo, como hace todo el que persigue estrellas de concha en concha. En uno de sus muchos caminares por la patria euskalduna se le ocurrió agenciarse cinco bellotas de aquel viejo roble que preside el acceso a la casa de juntas de Guernica, símbolo de las libertades forales y tradiciones de aquella comunidad española. Plantadas camino del Paseo de Bolonia, en la huerta de Patxi, según nos contó, una acabó alimentando a algún conejo desvergonzado y sólo comprometido con el propio sustento, otra se malogró y el resto decidió fructificar regalando robles altozanos en el corazón de esta Castilla olvidada.
Y fue ante la sombra de aquellas jóvenes y secas ramas segovianas que, apoyado en el viejo muro de mampostería, caí en la cuenta de su inherente y vetusto simbolismo vizcaíno. Viendo cómo titilaban los restos de alguna hoja agarrada a la rama por un suspiro, me dejé llevar por el sueño de las libertades implícitas en el viejo roble de Guernica, presentes en los cientos de fueros y cartas pueblas confirmados por tantos reyes como coronas gobernaron aquellos lugares. Que la historia de aquel país, queridos lectores, tan discutida como tergiversada, está en el principio de la nuestra y nosotros hemos sido su futuro durante cientos de años pasados.
Ya casi nadie recuerda que la más antigua carta puebla conservada corresponde a la hermosa villa palentina de Brañosera, constituyendo un corolario de franquezas y derechos sobre la tierra que aquellos pobres pero libres campesinos empezaron a ocupar hacia el año 824; lo mismo que el fuero de Sepúlveda, instrumento legal de constitución de comunidad y término otorgado hacia 1076 sobre otra carta puebla seguramente concedida por el primer conde de Castilla, Fernán González, a finales del siglo X, estableciendo una tendencia reguladora de territorios fronterizos ocupados en loor y beneficio del señorío regio castellano que habría de llegar a todo el reino. Claro que, alejada la frontera hacia el sur gracias al aporte económico, militar y, sobre todo, demográfico de todas aquellas villas y ciudades forales, los monarcas decidieron cerrar el grifo de las franquezas al normalizar el modelo con la creación del fuero real en tiempos del rey Alfonso X de obligado cumplimiento para todos aquellos poblamientos que carecieran de uno.
Asumiendo la ley del rey como base del ordenamiento jurídico castellano, fueros y cartas pueblas, franquezas y libertades, fueron sepultados por ordenamientos jurídicos, centralizaciones y usurpación constante del poder local bajo la fuerza de reyes justicieros o católicos, hasta que nada quedó en la memoria del pueblo castellano más allá de la justicia del rey y los privilegios de la oligarquía. Pasados los siglos, con el surgir del veneno nacionalista, las viejas franquezas y libertades fueron conjugadas en vanguardia joven de una falsa identidad, utilizadas por las oligarquías comerciales como base legal de un pasado inventado.
De modo que, dejando atrás la incipiente sombra de los jóvenes robles del huerto de Patxi, fui incapaz de sacarme de la mente aquellos fueros de nuevo cuño retorcidos hasta convertirse en singularidad jurídica e identitaria como el de Bilbao, concedido en el año 1300 por Diego V López de Haro, olvidando que Castilla y, concretamente Logroño, se hallaban en su origen. Que nadie en este Santo País parece comprender que la contingencia de la historia, la constancia de la verdad, ha de ser asumida por todos los ciudadanos; que la singularidad debe ser la base del todo; que lo nuevo siempre es viejo en continua renovación; y que, como bien dijo Aristóteles hace más de dos milenios, debemos ver, al igual que Miguel Muñagorri, la belleza airosa e imponente del anciano roble en el brillo simple y cotidiano de las jóvenes bellotas vizcaínas.
