La galería Tate Modern explora en su gran exposición de otoño la figura y el mito de Paul Gauguin (1848-1903), uno de los artistas más célebres, pero también más polémicos y aun escandalosos por su estilo de vida, de finales del siglo XIX.
La muestra, que podrá visitarse desde hoy hasta el 16 de enero, reúne más de un centenar de obras -óleos, esculturas, dibujos y diversos objetos debidos a sus manos- procedentes de colecciones públicas y particulares de todo el mundo.
De ascendencia peruana por parte de madre, Gauguin pasó algunos años de su niñez en ese país latinoamericano. Fue marino mercante y corredor bursátil y durante una breve estancia en Panamá trabajó en la construcción del canal para costearse un pasaje de vuelta con un amigo pintor a Martinica antes de regresar a París.
Tras separarse de su esposa, la danesa Mette-Sophie Gad, con quien tuvo cinco hijos, Gauguin viajó a Tahití en 1891 en busca de un paraíso exótico, influido por las lecturas de Pierre Loti, y allí y luego en sus largas estancias en las islas Marquesas, donde murió, pudo dar rienda suelta a su sexualidad, libre de ataduras y convenciones sociales.
Sin embargo, no puede considerársele lo que hoy llamaríamos un turista sexual, sino que fue sobre todo un exiliado de la civilización occidental, que se interesó profundamente por la cultura de aquellas islas de los mares del Sur, con sus mitos y su creencia en todo tipo de espíritus.
El hecho de que tuviese como amantes a tres muchachas de entre 13 y 14 años, y que supuestamente las infectase, como a muchas otras mujeres, con la sífilis que se le había diagnosticado, explica, sin embargo, el rechazo que muchos sienten hacia su persona incluso cuando admiren su arte.
En cualquier caso, Gauguin fue un personaje muy ambiguo, como se desprende de sus escritos, en los que fustiga la «misión civilizadora francesa», lo que no impedía que asistiese gustoso a alguna fiesta del gobernador colonial.
Para la comisaria de la exposición, Belinda Johnson, era un hombre muy consciente de la imagen de salvaje e incluso de mártir que quería proyectar hacia el mundo y el mercado del arte parisinos: en uno de sus cuadros más famosos se representa a sí mismo como un Cristo sufriente.
La exhibición de la Tate está organizada por secciones temáticas, por eso se abre con varios autorretratos que, en opinión de Johnson, sirvieron para construir y reconstruir su imagen pública. Siguen otros retratos, entre ellos los de sus hijos pequeños, y un conjunto de bodegones, en los que el artista introduce con frecuencia elementos que alteran la percepción habitual, como puede ser el perfil de un pintor amigo, un extraño ídolo o el rostro de una niña de ojos achinados que asoma al borde de una mesa.
Están luego los paisajes, que, ya sean de Bretaña o los mares del Sur, combinan siempre la realidad observada con una visión muy subjetiva, y están también sus singulares escenas de tema bíblico, como una Natividad totalmente tahitiana, o su famoso Cristo amarillo o la lucha de Jacob con el Ángel presenciada por campesinas bretonas.
El uso arbitrario y simbólico del color de sus cuadros iba a ejercer una gran influencia en movimientos artísticos posteriores como los Nabis, los fauves o los expresionistas.
Y están por supuesto muchas de las obras que pintó en la Polinesia francesa, lienzos de colores luminosos, una naturaleza exuberante y títulos tan misteriosos como los ídolos que aparecen junto a sus sensuales desnudos femeninos.
Gauguin llamó La Maison du Plaisir (La Casa del Placer) a la que se construyó en Atuona (Dominica: islas Marquesas) y en la Tate se exhibe el marco de madera tallada de la entrada con una leyenda dirigida a las mujeres de la isla que reza: Enamoraos y seréis felices. Un texto para provocar al obispo local, el mismo que, al morir el pintor, víctima de la sífilis, escribió que el único «suceso digno de notar» era «la súbita muerte de un despreciable individuo llamado Gauguin, reputado artista pero enemigo de Dios y de todo lo que es decente».
