Mediados de agosto de 1988, y posiblemente sin saberlo, Jaime Gil de Biedma mantuvo su último encuentro con la “casa del caño” de Nava de la Asunción, un rincón familiar al que “siempre acabo por volver”, decía el poeta de “Ribera de los alisos”, de “Pandémica y celeste”, “Contra Jaime Gil de Biedma”, “Lágrima” y del “Diario del artista seriamente enfermo”. Obras que en parte escribió, moldeó y dio forma en este lugar donde se encontró “a salvo en los pinares-pinares de la Mesa, del Rosal, del Jinete!-”, durante aquellos años de la Guerra Civil que “fueron, posiblemente/ los años más felices de mi vida,/ y no es extraño, puesto que a fin de cuentas/ no tenía los diez”, según manifestaba en su poema “Intento formular mi experiencia de la Guerra”. Lugares y parajes de esa “la Nava”, de Gil de Biedma, que fueron fuente de inspiración, de calmar su rebeldía consigo mismo y sentirse protegido, de encontrar la armonía, la paz, el sosiego y de compartir momentos intensos con amigos, poetas, escritores de su generación: Ferrater, Goytisolo, Barral, Marsé, Alex Susana…, y amantes, en el “jardín de los melancólicos” y parajes emblemáticos inmortalizados por él, “porque fueron mi reino”.
La Nava también como referencia familiar desde el siglo XVIII que se constituyera el mayorazgo de la “casa del caño”, que heredaría su tatarabuela Melchora Cabezón y Tobía y que posteriormente en 1940 comprara su padre, Luis Gil de Biedma, tras presentar la mejor oferta a la subasta familiar. Con ello la familia Gil de Biedma y Alba estrechaba más el vínculo con el pueblo. Aunque las gentes de aquí siempre les denominaran “los Becerriles”, por aquello de que a su abuelo Javier Gil y Becerril se le concediera el fundir los apellidos Gil de Biedma y Becerril en uno mismo, como detalle hacia su fallecida esposa Isabel de Biedma y Oñate.
De las temporadas pasadas en La Nava, la más larga, aparte de los años de la Guerra Civil, la mantuvo durante el verano de 1956, para recuperarse de la tuberculosis que contrae en Filipinas. Una vez más, la casona como refugio en la tranquilidad del pueblo y el ambiente saludable de sus pinares. A pesar de lamentar dejar Barcelona: “la culpa la tiene ese sentimiento mórbido que me acomete casi siempre que vengo a la Nava y que esta vez me tomó más que nunca”, su estancia va a resultar más que provechosa, no sólo para recuperase de la enfermedad sino especialmente por la capacidad literaria que desarrolla: “Llevo unos días trabajando con tanto éxito que estoy asombrado; uno con otro setenta y cuatro versos han venido al papel, y espero poner punto final entre los ochenta y noventa… Terminé el poema, el más largo que he escrito hasta ahora 102 versos”, dice, y además los ensayos sobre la obra de Guillén y de Eliot, que publicará en “El pie de la letra” avanzan considerablemente.
El reencuentro con la vida en el campo ofrecen más paz y sosiego a sus atormentadas contradicciones internas como se desprende en “De regreso en Itaca”, parte de la obra en prosa del “Diario del artista seriamente enfermo”, que escribe prácticamente en Nava. “Mil novecientos cincuenta y seis me parece un año simbólico y decisivo, y en gran parte lo atribuyo al diario. Empecé a escribirlo como ejercicio de adiestramiento en la literatura, y eso me salvó de plantearme demasiado a menudo el problema de la sinceridad, que fatalmente falsea un diario”.
Además de los recuerdos de los tiempos vividos, afloran la nostalgia y son una constante durante esta época en la Nava: “Pienso que el orden que tienen en la Nava los recuerdos, completamente distinto al de Barcelona, es anacrónico y refleja una experiencia mía del tiempo que ya no es la actual… La imagen de mi vida en la Nava quedó completa hace seis años y al volver ahora me trae con ella un modo de sentir el tiempo que era el mío en el verano de 1950… Cada camino en los alrededores de la Nava está vinculado a cierta época en que fue favorito. Caminos de los Comunes, de las Cuestas, de los Alisos, de Bernardos, de Santiuste, de las Sordas. No puedo evitar el sentimiento de que entonces pertenecía a estos lugares de un modo que ahora sólo imagino. Aunque no sea más que una ilusión de la nostalgia, porque me acuerdo de que a los veinte ya quise escribir un poema sobre esto”. Es el año de 1956 y le llaman la atención los cambios que ve en los modos de la juventud del pueblo y el desarrollo que observa en éste: “Modesta (empleada de la familia que le cuidó desde la infancia y a la que siempre refiere con admiración) cuenta que cuando ellas iban al baile, no pasaba noche sin que algún gracioso les echara la zarpa sobre los muslos. En los bailes de hace diez años la acción directa no la recuerdo frecuente y la barbarie era sobretodo verbalizadora, pero lo que yo ví el verano pasado y lo que me dicen de éste es algo por completo distinto. Las muchachas se arreglan y se mueven mejor; los mozos no sólo se han almohazado, sino que se han urbanizado. Y el pueblo ha crecido sorprendentemente. Yo creo que se han construido más casas en estos años que en los primeros cuarenta del siglo. Y fábricas, la Nava se ha convertido en una población industrial, una transformación parecida he visto en otros pueblos de la provincia, pero en ninguno tan espectacular”.