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La mujer fatal en el cine negro

por Redacción
21 de octubre de 2017
en Segovia
Bogart Grahame.

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Recordaba Fernando Fernán Gómez un encuentro mágico, producido en la alfombra fantasía del cine visto en su infancia. Fernando tendría unos diez años cuando se produjo su seísmo particular. Ese encuentro fue la visión de Marlene Dietrich en la película ‘Fatalidad’, de Josef Von Sternberg. Podemos imaginar el rostro del joven espectador, asombrado ante la espía X27, ante la aparición del mito, donde el romanticismo explota. Surgió entonces para Fernando el conocimiento y la posibilidad de una mujer que existe, una mujer también capaz de destruir al hombre, que busca esa propia destrucción, arder en ella. Fernando quería arder en Marlene.

Ese instante es nuestro punto de partida. Pensemos en nuestro temblor en el cine, nuestra sacudida. ¿Cuándo? ¿Por qué se produjo? ¿Qué mujer es esa? ¿Es real? ¿O es un puro sueño?

En esta historia hay un buscador (imaginemos que es el lector de estas líneas), que pretende averiguar la naturaleza de esa mujer fatal. La palabra clave, la premisa, es el fatalismo. Y ese fatalismo es, según el diccionario de nuestra Real Academia Española, la creencia según la cual todo sucede por la ineludible predeterminación o destino. Pero en otro sentido es también la actitud resignada de la persona ante la imposibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos.

Con nuestra premisa tenemos pues la sacudida, el cambio. Dejamos quizá de ser niños y nos convertimos en otra cosa: un ser mutante que buscará en los cines, en las fotografías, pero también en cada esquina de su barrio, la misma impresión original que sufrió Fernando con Marlene. Basta una cerilla, una Dalila con tijeras que pudo ser Hedy Lamarr o podría ser Margot Robbie como Harley Quinn. Hay abundante pelo por cortar o abundante leña para encender la gran fogata. Buscamos entonces, los cinéfilos, un ir más allá, un encuentro que nos saque de lo grisáceo, que según aparece y avanza la adolescencia, se va haciendo más y más poderoso. Aparece así la mujer fuera de lo real, la mujer mitificada al modo masculino, que en muchos casos queda atrapada bajo el yugo del hombre cruel, corrupto, miserable, se quemará en su propio mito, en su propio sueño, como Marlene en su propia ‘Fatalidad’.

La mujer doble, la soñada Madame de Tourvel (Michelle Pfeiffer) o la cruelmente real Madame de Merteuil (Glenn Close) de ‘Las amistades peligrosas’ de Stephen Frears, me abrieron en la adolescencia un dilema que nunca se resolverá. ¿Cómo distinguirlas? ¿Cómo adivinar qué tipo de mujer es? Me quedo mirando los ojos de Michelle Pfeiffer y me pregunto: ¿pero esa mujer existe? Cuando Colin Firth se convertía en Valmont y Annette Bening en Merteuil, casi al mismo tiempo, pero ya conocedor de la trama, me daban ganas de gritar al pobre vizconde para intentar avisarle y evitar que volviera a caer con estrépito, con gran ridículo. Pero Colin Firth juguetea, es superficial, es voluble, es caprichoso. Es patético, no es rival para la Bening. Es todo lo que es un hombre. Su crueldad extrema merece, sin ambigüedades, la venganza. Valmont merece el mayor de los castigos.

Una mujer fatal de la literatura, como la aterradora e irresistible Milady —servidora del oscuro Richelieu—, convierte a D’Artagnan en un monigote, en un pelele que rápidamente olvida todo cuando los rizos rubios de la asesina se acercan a su rostro. Su amigo Athos le contará su experiencia anterior, explicándole que todos los hombres son el mismo hombre, que él también fue joven, que fue el mismo estúpido hombre, que él también cometió el mismo error que todos cometemos: seguir un espejismo. De la historia de Alexandre Dumas, la mutación de Milady de Winter será en el cine Lana Turner (perfecta para el papel) o será Faye Dunaway o será Rebecca DeMornay. No importa. El hombre, el mosquetero, el cartero que siempre llama dos veces caerá.

Nuestra mirada masculina actual, del cine que copa el Imperio Audiovisual, crea su propia mujer fatal, crea la ‘villana’ o también la ‘supervillana’ de los tebeos, como esa Catwoman encarnada por Michelle Pfeiffer o Anne Hathaway. Seguimos igual que siempre, hombres hechizados por el sueño que pretenden ser superhéroes pero que en realidad se derriten como la mantequilla. La dulce Madame de Tourvel (aquella joven e ingenua Michelle Pfeiffer) puede ser también el otro lado de la moneda, vampiresa vestida en vinilo que humilla al hombre murciélago. Anne Hathaway, siempre perdida y desubicada, será la sugerente gata salvaje y sexual ladrona. ¿Una pura fantasía?

El hombre, que no es héroe (aunque sueñe serlo), a veces es un simple detective, o un guionista de cine, como el Dixon Steele de ‘En un lugar solitario’. En el cine negro no hay buenos ni malos de una pieza. No hay personajes de cartón. Allí, nuestro Bogart intentará comunicarse desesperadamente con una mujer ‘real’ (Gloria Grahame), pidiendo su confianza (el gran tesoro), y Bogie sólo al final averiguará la naturaleza de la mujer fatal, porque ese es el destino de esa mujer, que sólo se muestra en última instancia. La mujer da el paso, el verdadero paso, y es capaz (o no) de demostrar su grandeza. Mientras, el guionista Dixon Steele, angustiado, espera su propio destino. ¿Lo escribe él? ¿O está escrito? El cineasta adquiere completa consciencia de su papel en la obra, de su tragedia.

El cine nos ofrece esta historia una y otra vez. Múltiples veces. Todo el cine es una sucesión de bucles o repeticiones. Pero no dejaremos de buscar de nuevo el seísmo. Es un laberinto que suele acabar, cómo no, fatalmente, incluso en una gran tormenta que representa la catarsis, como le sucede al grotesco Nicolas Cage en ‘Ojos de serpiente’, donde la miseria moral lo invade todo y Carla Gugino es dos Carlas Gugino distintas. ¿La rubia fatal es morena? ¿O es la morena rubia fatal? Así ha de ser. De Palma sigue a su tótem Hitchcock, que intentó explicarse en su propio ‘Vértigo’, con su rubia morena que era Kim Novak.

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