Hace dos semanas publicaba en esta misma sección un artículo en el que trataba el tema de los “Sin techo” debido a la campaña de sensibilización que Cáritas les dedica todos los años. El artículo se me fue de líneas y se me quedó en el tintero la reflexión que me provocó el tema de la vivienda.
Por curiosidad, he mirado la etimología de la palabra vivienda. El término proviene del latín “vivenda” que sirve para designar las cosas y los lugares en los que se vive. Y el verbo que da origen al sustantivo, “vivere”, significa vivir. Es curioso que en origen la palabra designe no solo el lugar, sino las cosas necesarias para vivir. Hace poco una persona me decía que estaba preocupado porque lo iban a echar de la vivienda y su inquietud no era qué iba a ser de él, sino qué iba a hacer con sus cosas.
En estos días de desolación en Valencia, lo que causa más tristeza, además de las muertes, es contemplar cómo han quedado las viviendas. La riada se ha llevado todos los recuerdos. Quedan las paredes, pero nada de lo que a lo largo de los años se ha ido adhiriendo a ellas. Y, aunque es verdad que acumulamos demasiadas cosas y que, al fin y al cabo, solo son cosas, es uno de los síntomas más claros de la desolación. Para no sentirlo, habría que ser como Diógenes, el cínico filósofo de la antigua Grecia que vivía en un tonel y su única posesión era un vaso hasta que vió cómo bebía un perro del arroyo y decidió que también vaso era innecesario.
Sin llegar a esos extremos, el problema de buscar un lugar para vivir con las cosas que uno tiene se ha convertido casi en el problema principal de la sociedad española. Las medidas políticas tomadas hace unos años, cargadas de grandilocuentes intenciones, parece ser que han contribuido a empeorar la situación.
Los más mayores recordamos aquellos años de recalificación de terrenos rústicos en los que aparecían bloques de viviendas o urbanizaciones como setas. Si bien mucha población se estableció en la periferia de Segovia, a algunas de estas construcciones les pilló la crisis de 2008 —todavía se puede ver su esqueleto— que dió al traste con una década de locura en la que todo el desarrollo nacional estaba basado en la construcción. La vivienda subió en aquellos años un 150% a pesar de que la oferta era enorme. La conclusión es que si bien es verdad que parece necesario que los poderes públicos tomen las medidas necesarias para garantizar el derecho a la vivienda, también es verdad que una ley no garantiza ni unas buenas políticas públicas ni una buena administración.
Lo cierto es que en Segovia, según he leído uno de estos días, el alquiler medio de una vivienda es casi el doble que en Zamora pero sigue sin hacerse vivienda pública. Y el caso es que en diciembre de 2022 se firmó un acuerdo entre la Junta y el Ministerio de Movilidad para construir 100 viviendas destinadas al alquiler social para jóvenes en Segovia. Una vivienda se supone que a un precio asequible para la economía de los jóvenes y con el moderno planteamiento de viviendas colaborativas. La iniciativa contaba con la financiación, en parte, de los fondos “Next Generation” de la Unión Europea. Casi dos años después, las noticias son que se tiene el proyecto de construir 93 viviendas en la carretera de Valdevilla, pero que no estarán disponibles en breve. La única información es que ha comenzado la cuenta atrás y que el horizonte optimista es que estén disponibles en 2025.
Seguramente gran parte del problema parte de nuestra forma de entender la vivienda. No sé si es verdad, pero con frecuencia oímos que en Europa, la mayor parte de la gente vive de alquiler. Recuerdo que unos amigos que viven en Suecia me decían que los suecos viven de alquiler cerca del trabajo y se compran la vivienda donde les gusta ir de vacaciones, por ejemplo España. Si se mira bien, es una forma de ver las cosas digna de consideración pero aquí haría falta un cambio de mentalidad. Lo verdaderamente necesario son viviendas para la gente que hace vivir la ciudad en lugar de tantos alojamientos turísticos.
