Creo que no es la primera vez que hablo del término griego ‘hybris’. Significa ‘soberbia‘, exceso en el desarrollo del poder, arrogancia. Bajo su sombra caían aquellos que adoraban a la diosa Ate, que provocaba esos efectos. Sus seguidores solían cometer pecados nefandos, agraviando a sus competidores. Pero en el mundo griego, como en el oriental, las fuerzas del mal terminaban siendo compensadas con las del bien, aunque en ocasiones las cosas tardaban, y llegaban a su límite con la producción de consecuencias negativas para todos, incluyendo en ese todos al conjunto de actores de ese teatrillo que en su generalidad se llama vida. Los griegos eran amantes de la tragedia, y gustaban de los asuntos complejos y de las dinámicas exageradas. Todo volvía a su cauce cuando intervenía otra diosa, Némesis, que restituía el equilibrio con el castigo del soberbio y la recompensa del agraviado. Aunque, en ocasiones, su intervención no llegara a tiempo, y los males del influjo de Ate fueran difíciles de resolver.
Por eso, los griegos recomendaban la prudencia como forma de vida, y más en la cosa pública. Veinticinco siglos después la diosa Ate sigue haciendo de las suyas. Y su cohorte de seguidores no ceja en el empeño. Al fin y al cabo nuestra civilización es heredera de la griega, y los vicios y las virtudes de los humanos siguen siendo parecidos. No es de extrañar que nuestros patrones sociológicos no hayan enterrado los mitos ni las figuras del teatro griego.
La vicepresidenta Ribera actúa con una soberbia digna de una adoratriz de la diosa Ate. Lo malo de la soberbia es que precipita conductas, y que lleva cosido al bies el error, el alejamiento de la realidad, la obcecación, la falta de respeto por la postura del otro, el creer que solo uno circula por el camino correcto. Le ocurrió con sus afirmaciones sobre el futuro del diesel en el país; reincidió cuando tachó de alarmistas a quienes pronosticaban una subida del precio de la electricidad hasta máximos históricos, equivocando –qué error, qué inmenso error- al presidente Sánchez sobre que a final de año tendríamos unos precios como los de 2018. La maldición de Ate posee una sombra alargada, por lo que se ve.
También ha actuado con soberbia en el caso de Navacerrada, y se están viendo las consecuencias. Bien es verdad que ha conseguido una cosa: que la Junta se preocupe por las estaciones de esquí. Quien esto escribe ha sido director gerente de una estación de esquí segoviana, La Pinilla, durante nueve años y medio. En ese tiempo, ningún cargo público regional se interesó por ella; ni siquiera la visitó de manera oficial. Solo la Diputación Provincial de Segovia mantenía acuerdos para que los niños de los pueblos de Segovia recibieran sus primeras clases en ella. Los del programa del Ayuntamiento de Segovia, cuando encartaba, lo hacían en tierras extrañas.
La soberbia ha llevado a la vicepresidenta y a su dependiente, la directora de Parques Nacionales, a cometer errores en la gestión del caso Navacerrada, se decía. Primero, por no pactar con la gestora de montes públicos en Castilla y León ni con la concesionaria; segundo, por desarrollar un ecologismo de salón: qué fácil es el ‘Green deal’ desde un despacho de Madrid o desde uno de los países con mayor PIB per capita de Europa –esto va por la Thunberg-, y, por último, por querer implicar a un tercero –la Junta de CyL- en la resolución de un problema creado por ella, por ellas mismas.
¿Qué hace, entonces, que no manda al Seprona, cuerpo auxiliar, como toda la guardia civil, de la autoridad, para cerrar la estación y restaurar el orden jurídico conculcado?
El lunes pasado la vicepresidenta decía en Valladolid que lo que resultaba en estos momentos era una “ocupación ilegal de monte público”. Lo declaraba tras conocer la apertura de las pitas. Vale. Admitimos pulpo como animal de compañía. ¿Qué hace, entonces, que no manda al Seprona, cuerpo auxiliar, como toda la guardia civil, de la autoridad, para cerrar la estación y restaurar el orden jurídico conculcado? Hace unos días oímos que la policía local había dispersado a unas monjas que cantaban villancicos y vendían lotería en la Plaza de Medina del Campo por ocupación de suelo urbano sin título habilitante. ¿Por qué no se actúa de igual manera en Navacerrada? El martes pasado le trasladé personalmente esta pregunta a la delegada del Gobierno, Virginia Barcones, que visitaba esta ciudad. Virginia es una persona amable de trato y dialogante. Pero el periodista le requería un sí o un no. Sin circunloquios intermedios. “Como máxima representación del Gobierno y de la Administración Periférica del Estado, ¿vas a resolver la ocupación ilegal que dice la vicepresidenta?”. Me pidió un tiempo para contestar. Concedido. He dejado pasar más de 24 horas. Por el momento ni hay actuación ni respuesta.
Por desgracia, el asunto está adquiriendo un grado de politización que lo que produce es una inseguridad jurídica apabullante. El caso Navacerrada, como algunas noches, tiene sus náufragos. Muchos. Dejamos para dentro de unos días las posibles actuaciones que puede acometer la Junta y que todavía no ha llevado a cabo. Serán pocos días, lo prometo.
¿Por qué no actúa el Gobierno y sus representantes y cierra Navacerrada si la ocupación es ilegal?
Y termino contestando con una suposición –repito, con una suposición- a la pregunta antes formulada: ¿por qué no actúa el Gobierno y sus representantes y cierra Navacerrada si la ocupación es ilegal? Pues por miedo. El 30 de junio del 2021, Parques Nacionales, dependiente de la Administración del Estado, se declaraba incompetente para ello. Es de esos errores producto de la soberbia y de la politización. Que sean otros los que carguen con el mochuelo de poner el candado. Si ahora dan marcha atrás, contradiciendo sus actos propios y cierran ¿podría entenderse que es una conducta injusta tomada por una autoridad a sabiendas de su injusticia? Eso se llamaría prevaricación. Se pasaría del ámbito administrativo al penal. Palabras mayores, amigos. Aunque se trate de suposiciones.
