Arrancamos ya la primera hoja del calendario y se nos viene encima febrero, un mes tan recio en sus formas como en su fondo, pero tan mediador entre los extremos. Es el mes de Las Candelas, de San Blas y sus cigüeñas, y, por excelencia, el mes del carnaval.
La palabra “carnaval” es un italianismo introducido en la Edad Media, aunque por entonces los términos más usuales eran antruejo, como entrada a la Cuaresma, o carnestolendas. Estas acepciones aludían a un carnaval más rural, mientras carnaval se refería a uno más urbano.
Carnaval, máscaras y disfraces exaltan lo festivo y lo carnal, se transgreden normas y se adoptan formas humanas o animales para parodiar pasiones reprimidas durante el año. Ha sido tradición en muchos pueblos segovianos correr los gallos o la vaquilla de carnaval. La simbiosis carnaval y toro es considerada de origen pagano y la relacionan con la pubertad y la fecundidad. Quizá esta vinculación con la fecundidad y la naturaleza de estas fiestas quede ahora desdibujada.
La provincia de Segovia conserva ejemplos de esta simbiosis que respetan la esencia del ritual. Fuenterrebollo, pueblo inmerso en un mar de pinares y vigía de las Hoces del río Duratón, celebra cada carnaval su fiesta taurina fiel a su pasado. Cada martes de carnaval, día que corresponde con el siguiente al Domingo Gordo y anterior al Miércoles de Ceniza, Fuenterrebollo despertaba con el sonido de los cencerros de las vaquillas que recorrían sus calles asustando a los vecinos, entrando en las casas y persiguiendo a las mujeres para levantarles las faldas. Eran los encierros de los astados que se iban a torear esa tarde en la plaza.
“Entonces el carnaval duraba tres días y la fiesta del carnaval era correr la vaquilla”, cuenta Ángel Sancho, vecino de Fuenterrebollo y quinto que en 1961 hizo de vaquilla. Para ello, el Domingo Gordo o Domingo de Carnaval los quintos, que eran los mozos que cumplían los 20 años en el año, preparaban los armazones de las vaquillas con las varillas que se utilizaban para colocar los cedazos y cerner la harina. Dentro del armazón se metían dos quintos cubiertos con una manta. Se hacían dos costuras dejando una ventana para los cuernos, que eran las testeras de las vacas, y unos orificios para los ojos. Sobre el lomo de la vaquilla se fijaba una tela para las banderillas y a la altura del cuello se colgaba un cencerro.
Mientras, las quintas dedicaban los días previos a decorar las banderillas y a hacer flores para adornar sus peinados, las chaquetillas de los toreros, a los mulilleros y a las mulillas. Llegado el día “… a reír y a cantar, hoy es el día de la fiesta y el martes de carnaval”, como decía la canción. Después del encierro “había música por las calles a cargo del tío Viruela, del padre de Serafín con la gaita y de Serafín al tamboril”, explica Ángel.
Los quintos y quintas se reunían esa tarde en una portada para, subidos a un carro engalanado, dirigirse a la plaza. “Sobre las cuatro, se iba a la plaza a ver el simulacro de la siembra”. El sembrador era un quinto elegido a “suerte salida”, es decir, a dedo, y normalmente recaía sobre “el más señorito”, el que tenía formación académica y el más ajeno a las labores del campo. Se colocaba unos peales o calcetines, unas albarcas y unos ropajes viejos, “se los ponían los quintos con toda la intención”, recalca.
Salía el quinto que abonaba la tierra con un saco esparciendo el abono, la ceniza hacía las veces, y hacía extensiva su labor más allá de las lindes, alcanzando al público que se sacudía entre risas. Seguidamente, el sembrador o graneador con el saco de trigo, serrín para la ocasión, que igualmente sembraba más allá de los surcos. Para concluir venía el gañan con la yunta uncida con un yugo y las collundas, simulada por dos quintos, para tapar la semilla.
Para dar comienzo la corrida de toros, la quinta Presidenta acompañada de las quintas, vestidas con el traje regional segoviano, se subían al balcón del Ayuntamiento a ocupar el lugar de la Presidencia, desde donde contemplaban el paseíllo que se iniciaba con el espejo plaza sobre su montura, los toreros con su cuadrilla, el picador y detrás las mulillas con los mulilleros. Tras el paseíllo, el espejo plaza se acercaba al balcón de la Presidencia, se descubría y la Presidenta dejaba caer la llave dentro del sombrero y con ella daba la vuelta a la plaza para entregársela al alguacil. Se abría el toril y salía el primero de los seis toros que se iban a lidiar esa tarde de carnaval. Lo recibía el matador con una manta como capote, le ponían las banderillas, cambiaba de tercio, el torero entraba a matar con la muleta, que era una tela roja con un palo, y, terminada la faena, entraban las mulillas para llevarse el toro muerto. Del animal quedaba en el suelo el armazón cubierto, pues los quintos salían corriendo cuando se sabían vencidos. Recuerda Ángel que el toro se iba hacia el público y sobre todo hacia las mozas, más que al torero.
Y como en toda tarde de toros que se precie, el público se llevaba merienda. “Unos en las alforjas sobre una burra y otros llegaban a la plaza con el carro, bajaban el dornajo y el cesto con escabeche de chicharro, huevos fritos, chorizo y las botijas, y merendaban viendo la vaquilla”.
Durante la dictadura de Franco se mantuvo esta celebración y la figura del remudao, que era un personaje ataviado con un saco viejo relleno de pajas y “anguares” desastrados. La única prohibición fue la de cubrirse el rostro con máscaras para evitar venganzas o la comisión de delitos al no poder ser identificados.
Actualmente la vaquilla de carnaval se celebra el sábado anterior al Domingo Gordo, y al simulacro de la siembra se ha incorporado la exhibición de oficios como el de lavandera y el de resinero. Siguiendo el programa de esta fiesta, con el peso que le confiere ser casi centenaria, los quintos lidian la vaquilla de carnaval que conserva su armazón y cornamenta pero ahora luce una tela negra. En ocasiones, haciendo gala de la transgresión de las normas, los quintos intercambian los papeles: ellos presiden la corrida de toros vestidos con el traje regional segoviano y entregan la llave al espejo plaza tras el paseíllo, y ellas ejecutan las suertes de la lidia con sus trajes de luces.
La plaza de toros se instala en el Salón Multiusos El Trinquete con toriles, burladeros y Puerta Grande hechos de madera y cartón y el coso se cubre de arena. Después de la corrida de toros se sueltan de nuevo las vaquillas para que los más avezados tomen la alternativa.
“El pueblo colabora en la exhibición de los oficios y cuando el número de quintos es insuficiente, en lo que se precise”, explica Daniel Sacristán, concejal de Cultura de Fuenterrebollo. “Es una tradición de obligado y deseado cumplimiento en el programa de carnavales, es un retazo de nuestra historia y eso nos lleva cada año a sacar las vaquillas y celebrar esta fiesta de la manera más fiel”.
——
María Reyes Sanz Sancho es periodista.
