En estos meses pasados se ha celebrado en los pueblos de Segovia infinidad de festejos taurinos. El mítico culto al toro, tan arraigado en toda cuenca del Mediterráneo, se pierde en la noche de los tiempos, Mesopotamia, Egipto, Chipre, Grecia y Roma han dejado huella en los actuales espectáculos taurinos. Su asociación con los ciclos agrarios y con las vírgenes o santos bajo cuyo patrocinio se acogen, unida al sentimiento festivo, popular y, a menudo, religioso que comparten sus participantes, así como las connotaciones carismáticas atribuidas al toro y la consideración de los lidiadores como héroes.
La fiereza de nuestros toros y el valor de los españoles determinaron que, desde tiempos antiguos se practicaran batidas y cacerías que posteriormente se transformaron en corridas de toros, a pie y a caballo, a juicio de Nicolás Fernández Moratín en su “Carta histórica sobre el origen y progreso de las fiestas de toros en España”. La doctrina mantiene el origen autóctono y primitivo de las fiestas de toros en nuestro país y que una vez atrapados, los enmaromaban por las astas y eran conducidos a los corrales del pueblo, convirtiendo esta actividad en una especie de juego o entretenimiento de alto significado debido a las connotaciones simbólicas del toro como animal portador de fuerza y fiereza.
La realidad es la consolidación de los festejos taurinos en España en la Edad Media, donde los espectáculos de toros permitían a la nobleza mostrar su valor al mismo tiempo que servían de entrenamiento militar, alanceando los toros. Lo cierto es que, muy pronto, también en todas las cortes peninsulares que organizaban corridas de toros, surgiendo dos tipos de espectáculos. Por un lado, las corridas caballerescas protagonizadas por hombres a caballo, que arrojaban la lanza a la cerviz del toro para darle muerte, que era rematado por hombres a pie mediante espadas. Por otra parte, frente a estos espectáculos nobiliarios, se fueron configurando otras fiestas taurinas populares, donde la muchedumbre participaba en el espectáculo disfrutando del carácter mítico del toro.
Las celebraciones taurinas alcanzaron popularidad en la Castilla medieval, en la Partida VII (en su Título VI y Ley IV) se cargó contra los que lidiaban por dinero con las bestias bárbaras, y en las magníficas miniaturas de las Cantigas, concretamente la 144, se aprecia cómo un toro embiste a un desprevenido hombre, salvado gracias a Santa María. Sin embargo, en 1567 el Papa Pío V promulgó una Bula contra la lidia taurina, que no se publicó en España.
Bajo Felipe II hubo una reafirmación orgullosa de la fiesta, una singularidad española de la celebración de festejos dentro de la Cristiandad, es decir en los grandes días se festejaban con toros en pueblos y ciudades.

En el siglo XVII los municipios castellanos las fiestas taurinas se acomodaron al ideal de populismo barroco celebrándose fiestas taurinas por las conmemoraciones reales y en honor de los diferentes patronos de las localidades. Los usos taurinos de conmemoración real pasaron de los Austrias a los Borbones, pese a las preferencias personales de Felipe V (1683-1746) que en 1723 impidió a sus cortesanos alancear toros a caballo, y Carlos III (1716-1788) se limitó a cambiar la organización de los eventos.
En 1777 Nicolás Fernández Moratín defendía en su Carta histórica sobre el origen y progresos de la fiesta de torear en España la tradición taurina, y el rondeño Francisco Romero, patriarca de una excelsa dinastía taurina, inició el uso sistemático de la muleta y del estoque para matar el toro frontalmente, y el modelo andaluz de toreo se impuso en el siglo XVIII al vasco-navarro del salto de la garrocha.
El peso adquirido por el toreo a pie fue en aumento frente al montado en el siglo XVIII con el alejamiento de los caballeros, esbozándose el tercio de varas, con capoteo y pica, el de banderillas y el de muerte. La lidia fue profesionalizándose y la corrida llevó un esfuerzo de servicios complementarios y de infraestructura, y la necesidad de una plaza de toros que permitiera la lidia y permitiera rendir beneficios a largo plazo.
En la segunda mitad del siglo XVIII, la función pública de toros estaba regulada, con la licencia del Consejo de Castilla, el Ayuntamiento acordaba con el corregidor los días de celebración, mientras que los comisionados de fiestas se encargaban de la disposición de la plaza, de la compra de las reses y de la elección de los diestros. Sin embargo, los ilustrados no veían con buenos ojos estas fiestas, en la famosa Memoria publicada en 1790, Jovellanos cargó contra los festejos taurinos, alabando la prohibición de 1771 promovida por el Conde de Aranda. Lejos de fenecer, las fiestas taurinas cobraron brío, ya que Fernando VI autorizó los festejos con fines benéficos.
Destacan las fiestas en honor de la Soterraña en Santa María la Real de Nieva con su tradicional corrida el 9 de septiembre, que lograron popularidad, lo que atrajo a verdaderas compañías de festejos taurinos, como la formada por Francisco Bonilla, Juan Antonio y José Moreno, y Pedro Picazo.
El apogeo de la primera época dorada del toreo tuvo lugar en la última década del siglo XVIII, cuyo desenlace vio el final de Costillares, quedando como rivales en los ruedos Pedro Romero y Pepe-Hillo. Será entonces cuando se publique la Tauromaquia de José Delgado, y a comienzos del siglo XIX el optimismo se desploma con la retirada de Pedro Romero en 1799, la muerte de Costillares en 1800 por causa natural, y la cogida mortal de Pepe-Hillo el 11 de mayo de 1801 en la plaza de toros de Madrid.
Las disposiciones más serias fueron dictadas por Carlos III y Carlos IV. Carlos III a través de una Real Orden de 1778 prohíbe las nuevas concesiones de fiestas de toros. En el Ayuntamiento de Sangarcía se conserva así la Pragmática sanción en fuerza de ley, de 9-XI-1784, por la que se prohíbe las Fiestas de Toros de muerte en los pueblos del Reyno, y la Real Cédula de S.M. y Señores del Consejo, de 10-II-1805, por la cual se prohíben absolutamente en todo el Reyno, sin excepción de la Corte, las Fiestas de Toros y Novillos de muerte.
Los encierros de Sangarcía son anteriores al siglo XVIII, se conserva en el Archivo del Palacio Real el Apeo de la Abadía Párraces del año 1702 en que se menciona una casa de titularidad de la Abadía, situada en una Plaza, donde de ordinario “corren fiestas de novillos”, por lo que tales encierros fueron declarados, como Espectáculo Taurino Tradicional, por la Junta de Castilla y León en el año 2002.
En el siglo XVIII comienzan a edificarse plazas de toros estables en diversas ciudades españolas como Madrid, Zaragoza, Cádiz, Sevilla y Aranjuez, y en el siglo XIX se consolida la construcción de plazas de toros. En Sangarcía, a pesar del declive económico de la arriería, se inaugura la nueva plaza de toros en agosto de 1845 con motivo de la festividad de San Bartolomé a la entrada de la localidad, noticia que fue publicada en el diario “El Español”, del sábado 30 de agosto de 1845, en la sección de Desgracias, con el siguiente texto: “En la corrida de toros con que se estrenó la nueva plaza de toros de Sangarcía, distante de aquí cuatro leguas, un toro viejo de más de treinta arrobas, saltó detrás del medio espada, Colita, antiguo en el oficio, y entre barrera le clavó el asta por el vientre, arrojándole por alto, de cuya herida pereció a los ocho horas: era el toro de D. Aniceto de Álvaro”.
