He vuelto a los pueblos. He vuelto a esos pueblos entrañables por donde yo gastaba mis vacaciones de la adolescencia y donde fui tan feliz.
Esos recuerdos me traían imágenes todavía frescas en blanco y negro: imágenes de la fuente, que a la vez que surtidor potable era abrevadero para los animales. Pero que, sobre todo, era lugar de regocijo y de encuentros. A la misma hora. Siempre a la misma hora. Era un ágora de amistad y marco al tiempo de vivencias amorosas incipientes, inmaduras, casi siempre sentidas íntimamente pero poco expresadas. Los pueblos, los ciudadanos de esos pueblos fríos de Castilla casi siempre contenían y frenaban —y frenan— sus sentimientos en un ejercicio de frustración voluntaria.
Y se me repetían imágenes en sepia de galanteos apenas esbozados, dibujados en el ademán o en las posturas. En las miradas también. Y esa hora olía a sabinas y enebros cuyos aromas bajaban desde la lastra. Y volvía a gozar con la sensación también de los olores de lumbre baja y pan caliente que envolvían entonces esos pueblos. Y volvía a encontrarme en el arco iris de los recuerdos con aquellas mañanas tan esperadas del domingo tocando alegremente las campanas de aquella pequeña iglesia a misa de doce. Siempre a las doce. La primera. La segunda. La tercera con estrambote. ¡Dios, qué deprisa parecía que las daban! Siempre era —ya se sabía— a las doce. Pero siempre faltaba tiempo —con sobrar— para aviarse. Entonces se decía aviarse. Ahora ya no se dice. Aquellas mañanas —recuerdo— olían verdaderamente a fiesta. El pueblo, la gente, se transformaba. Parecía distinto. Se cambiaba el chalequillo de pana negra untada de tiempo, de polvo y de sudores , por la chaqueta de tres botones. Ellas igual. Mutaban su imagen. Echado el velo con levedad para no descolocar el peinado. En la iglesia, el mujerío delante. Los hombres en los bancos de atrás. Entonces también había reclinatorios donde supongo que se apoyarían Dios sabe qué intenciones y pensamientos. También deseos. Y, flotando en el ambiente, miradas a hurtadillas. Propósitos de enmienda. Y de persistencia. Se les sermoneaba pero apenas se atendía, absorto el pensamiento en otras cosas. Diga lo que quiera. Así sea. En el nombre del Padre. Entonces no se daba la paz. Se deseaba. La salida, purificada el alma se suponía, era el cenit de la festividad. Aquel paseo por la carretera de Valdevacas a los nogales, que tantas veces recorriera el Arcipreste Juan Ruiz. A un lado, la lastra y los majuelos de uva blanca del “Pajarejo”. Al otro lado, prados inmensos de hierba verde brillante y una corte de chopos altos, muy altos, vibrando arriba que arropaban con su sombra las zarzamoras de abajo, mientras el rio acariciaba la vida. ¡con qué poco eramos felices! Hoy ya no corre el agua por esos arroyos menudos y tiernos. Ni crece casi la hierba, que no es tan verde tampoco. Y han sido talados los chopos altaneros, dejando allí sus tocones de sepultura estremecedora. Y los frutales de entonces ya no dan albaricoques. Ni nada.
Aún tengo muy firme igualmente la evocación de aquellas mesas ancianas del único bar del pueblo que se poblaba de gente después del almuerzo mientras aquel viejo reloj de pared que nadie sabe quien trajo daba las cuatro, las cinco, incluso las seis mientras las moscas caían prisioneras en aquellas tiras pringosas que colgaban desde el techo enjalbegado. Cantaban las fichas del dominó sobre el mármol blanco de aquellos veladores negros y se molían a puñetazos de órdago y quiero aquellas viejas maderas sobadas por un tiempo eterno. Se envolvía poco a poco el ambiente con enormes nubes del humo de picadura y de ideales. ¡Arrastro!. ¿Qué se arrastraba? (Quizá un tiempo perdido que no volvería?). Gracias a la sota, al rey o al as, casi siempre de bastos o de espadas para aquella gente de entonces. Se olvidaban a la puerta del “Matillano” desdichas, intrigas, anhelos, proyectos, desvelos, esperanzas, nostalgias de un tiempo de muchachas en flor. Para muchos aquellas muchachas en flor se habían desvanecido. Sólo quedaban sombras.
Y recuerdo siendo niño, luego adolescente, cómo me gustaba asistir ensimismado a esas explosiones de alegría, de canciones populares que brotaban de aquellas almas tímidas, desinhibidas espoleadas por el “Soberano”. Una. Dos, a veces hasta tres improvisadas “corales” se constituían espontáneamente en aquel foro increíble que se acompañaban con la cuchara del café y el ris-ras de la botella grumosa del anís de la tierra. Brotaban del corazón directamente sin pasar por la academia aquellas canciones casi siempre inconclusas. Unas veces porque se había olvidado la letra. Las más, porque había que echar otra, deprisa. deprisa, como temiendo que se acabara el tiempo para ser felices. A mi siempre me parecía que aquello hermanaba a la gente. Que cantando se convivía más. Que se odiaba menos. Creo yo. En cambio la tecnología lo ha desmoronado.
Y he vuelto a esos pueblos, pero donde ya no se canta. Es más, el “Matillano” ya no existe. No como yo lo conocí. Se ha trasformado y el local es otra cosa. Algo sin aquella gracia y aquel sabor. Sin vida Incluso donde había una leyenda de “Nitrato de cal de Noruega” han colocado unas palomillas un DVD y un letrero debajo donde se lee que “por orden de la autoridad está prohibido cantar”. Es tremendo. Cuando se prohíbe cantar al pueblo sus emociones, mal vamos. Se puede prohibir robar, malversar, blasfemar, matar, odiar, violar, la deslealtad, la insolidaridad, pero …¡cantar! Si es lo más hermoso que puede hacer el ser humano. El pueblo. Déjale que cante. No que llore. Por eso muchos pueblos han perdido su alegría. Su alborozo. Porque les han prohibido ser felices. De les ha hurtado su espontaneidad. Se les cercenan cada vez más las ocasiones para estar alegres. Y de expresarlo. Ahora se rie cuando lo dice la televisión. Y se tiene que ser feliz por Navidad y viene la primavera cuando lo dice el Corte Inglés.
He vuelto a los pueblos y el agua llega ya hasta las casas (aunque sea con exceso de manganeso que la hace no potable. No hace falta ir a la fuente ni recrearse en aquella hora de convivencia. Ni hay animales irracionales que abreven en el pilón, pero se vuelven ahora majaras las vacas estabuladas. Ni tocan ya a misa de doce. Ni las cenizas del caldo gallina ponen copos de nieve artificial en las chaquetas de pana negra de los vejetes. Pero, sobre todo, ya no se canta en esos pueblos. Y frente a los aromas que las sabinas, los enebros, los quejíos y retamas dejaban rodar por la lastra abajo, predominan en cambio los aromas de purines, que dicen que es desarrollo sostenible. Yo creo que se confundido el progreso. A esos pueblos se les ha engañado con el señuelo de un cierto nivel de vida –que está por ver- que les ha sustraído en cambio su alegría primitiva. Primaria. Porque un letrero bajo las palomillas del televisor así lo dice: “Prohibido cantar”. Pronto colgarán otro que diga “Prohibido hablar”. Y más tarde otro donde se “prohíba pensar”. Y a mí no me gustan así los pueblos. A lo mejor todavía es hora de cambiar. De retornar a las esencias. De ser felices.
