Para intensidad, la de un partido de alevines de baloncesto. Como si de la final de la Euroliga se tratara. Y qué disciplina. Los entrenadores sacan sus pizarras y la gente menuda… ¡¡atiende!! Estoy por pedirle al cuerpo técnico de mi hijo que graben unos audios invitando a mi heredero a que haga algunas tareas en el hogar, que parecen costarle. Lo mismo funciona.
Todos los estados emocionales que pueda tener un menor de entre 10 y 12 años tienen cabida en los seis tiempos que dura un partido. La euforia por la canasta imposible, la frustración por los fallos en los tiros libres, el cabreo por las personales pitadas en contra y no pitadas a favor… y alguno más que pueda incluso no estar ni catalogado.
Lo mejor, al menos lo que percibo, es la cohesión de una plantilla de diez – doce pequeños que tiran de sus padres, a veces literalmente, para que los lleven a partidos y entrenamientos. No hay peor afrenta al honor que puedas hacerles que dejarles sin jugar. Por sus compañeros, ojo, que todo guerrero aporta. Y como no pueden irse a tomar cervezas después de la sudada, somos los progenitores los que con frecuencia vamos con los críos en tropel a pizzerías, parques o similares para que tengan ese esparcimiento siempre necesario.
Le insisto mucho a mi hijo que aproveche, que disfrute de estos momentos. Está en una edad en la que se fraguan amistadas que perduran, en la que se establecen vínculos que van más allá de meter el balón por una cesta. Dudo mucho que haya en ese vestuario alguno que llegue a ganarse la vida jugando al baloncesto. Los padres nos conformamos con que sean buenas personas.
