Seguro que habrán oído comentar que, en España, tendemos a normalizar. Yo me pregunto si, al final, no se tratará de un mecanismo de adaptación desde el que observar, sin el mínimo atisbo de sorpresa y sin apelar a la conciencia, la responsabilidad que nos concierne el haber puesto ahí a quienes solo evidencian una escasa capacidad para mantener las calidades de todo aquello que nos rodea.
Quién sabe si todo ese estropicio generalizado proceda de un deterioro moral previo, producto de la falta de ética, la mentira y la corrupción que se enmascaran detrás de la bandera de turno o de cualquier ocurrencia que sirva como coartada para dar alas a un paupérrimo y deteriorado debate político enfocado en la deshumanización del contrario. Una maniobra con la que se pretenda impulsar una postura determinada como el único baluarte moralmente digno, obviando (o no) que, en un contexto de odio inducido, haya quien pueda llegar a normalizar la violencia contra el rival político. En pocas palabras, llevar hasta lo macro, el mismo patrón de sometimiento que los nacionalismos ya impusieron en algunas regiones mediante la tensión social o el terrorismo.
Partiendo de unos escenarios con semejante deterioro ético y moral y con ello, absolutamente distorsionada la percepción entre el bien y el mal, es lógico que nos resulte natural el sumirnos en la decadencia de lo puramente estructural y físico. Nada más que vean todo ese desguace generalizado que iría desde lo más trascendente a lo más superficial. Me refiero a las consecuencias de toda esa atmósfera tóxica y pesada que también se manifiesta en lo puramente cotidiano. Déjenme mostrarles, subjetividades aparte, algunos pequeños detalles al respecto:
Sobre Cataluña, por ejemplo, se dice que pudo haberse perdido hasta una tercera parte de sus mejores médicos desde aquello del “procés”. Una más de las consecuencias de las prioridades de esa segregación ideológica y lingüística obsesiva de tintes supremacistas que condiciona la sanidad y la educación en determinados lugares.
Espantadas como esas son las que hoy en día, podrían suceder a nivel nacional por el nuevo Estatuto Marco lanzado desde el ministerio de Sanidad y cuyo borrador no solo ha puesto a los médicos en alerta, además, les está conduciendo, una vez más, a la huelga: “Van a conseguir que nos vayamos todos de España”, ha rezado, por ahí, algún que otro titular desde el inicio de la propuesta.
Por otro lado, a pesar de un intervencionismo clientelar poco disimulado y la mayor presión fiscal y recaudatoria de la historia, se nos está publicitando hasta la saciedad que “la economía va como un cohete” o que es la época en la que “más se está apostando por lo público”. Por todo ello, resulta irónico que, para algunos, se esté acentuando la percepción de una mayor dificultad en el acceso a los servicios, mientras advierten, de una mengua significativa en la calidad de estos. Cuestiones por las que, quizás, se esté empezando a normalizar el interés por contratar, por ejemplo, pólizas de salud privadas (aquel que pueda pagarlas) o, como viene siendo habitual en latitudes tercermundistas, estemos ya invirtiendo en la propia seguridad doméstica como un gasto ineludible (sálvese quien pueda). Les remito a todo ese debate estadístico entre algunos medios y la propia administración, exhibiendo, desde cada una de las partes, los datos que respaldan discursos opuestos respecto a la degradación de los barrios o las causas y consecuencias de la delincuencia.
No sé si deban tener en cuenta que hay una realidad en forma de cifras concretas que evidencia que nunca se habían instalado tantos sistemas de alarma, ni recurrido a tantos contratos de seguridad en el sector privado. Recuerden que hay voces poco autorizadas y que, para otros, son la viva voz de la experiencia, que se han manifestado al respecto con durísimas “frases lapidarias” como aquella de que “ninguna generación viva ha conocido una época de mayor criminalidad”. Ojo al dato.
Pero tranquilos que, como les digo, gracias a esa tendencia a normalizar como “mecanismo de defensa ancestral”, antes de que acabe el 2025, nos parecerá todo tan natural como cuando éramos la huerta de Europa y no sufríamos de incertidumbre energética. Fíjense, será todo tan habitual, como cuando éramos miembros incuestionables de la OTAN, los trenes no se averiaban o llegaban con puntualidad y las pulseras antimaltrato solían funcionar. Más o menos cuando no predominaba la autocensura en función de la rentabilidad de una determinada línea editorial y las chistorras no era más que un producto tradicional. Exactamente, cuando no había tanta sensación de impunidad y los sobres, la falta de ética y las mentiras solían tener consecuencias legales y también, responsabilidades políticas. Ya saben, todo aquello que, en algún momento, fue “lo normal”.
