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La modernidad en más de 300 dibujos y grabados de Goya

por Redacción
22 de diciembre de 2019
Sirvienta peinando a una joven.
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Entre las azucenas olvidado

La liturgia y la piedad en la Catedral de Segovia (1945-2025) (y IV)

La liturgia y la piedad en la Catedral de Segovia (1945-2025) (III)

Ángel González Pieras

Termina el año el Museo del Prado con una exposición sobre dibujos y grabados de Francisco de Goya: “Solo la voluntad me sobra” es su título, frase sacada de una carta mandada el 20 de diciembre de 1825 a Joaquín María Ferrer, político, comerciante y editor de libros exiliado en París. “Ni vista, ni pulso, ni pluma, ni tintero, todo me falta, y solo la voluntad me sobra”, escribió. Cuando hace ahora doscientos años María Isabel de Braganza puso el germen de lo que con el tiempo sería la mejor pinacoteca del mundo, Goya estaba representado ya por tres cuadros al óleo, dos representaban a Carlos IV a caballo, el tercero era el titulado “Un garrochista”, un magnífico oleo en principio dedicado a Godoy que luego decidió cambiar para dejarlo con su iconografía y título actual. El gabinete de pintura creado por la reina gustaba de este tipo de cuadros, en el que la figura del caballo, siempre tan espectacular, y el estilo clásico se unían al retrato de una escena popular, en este caso representando una suerte de la tauromaquia. Goya es de los pocos artistas que ha visto su obra colgada en un museo de tal categoría aun en vida. No son los citados, sin embargo, cuadros que podría listar entre mis preferidos del artista. Tampoco son ejemplo de los que le han elevado a la gloria, aunque nadie en su sano juicio pueda siquiera poner un ápice de duda en la calidad de estas obras.

En ocasiones, las personas, los hechos, los comportamientos se elevan sobre su particularidad y se convierten en símbolos de una época: son faros que ayudan a comprender mejor las características de un tiempo, de una sociedad, de un individuo. Goya es algo más que un pintor desde su posición de pintor máximo: Goya define el periodo que vivió como lo hicieron antes que él los mitos griegos, las leyes romanas o la búsqueda incesante de la belleza en el hombre por los artistas renacentistas. O como los Beatles o los Simpsons décadas después. En su pintura palaciega Goya profundiza los hallazgos de un Tiziano y, sobre todo, de un Velázquez: sabe captar y reproducir a la perfección la psicología de los personajes a los que su paleta se enfrenta y lo acomete con un trazo y una factura vigorosos que extiende el trabajo del pincel de manera desigual por la superficie del cuadro, en ocasiones con meticulosidad y fineza y en otras con pincelada cortas y densas. En los cartones para la Real Fábrica de Tapices realiza, en cambio, un sutil análisis sociológico retratando a esa clase social, los majos, que se sitúan entre el pueblo bizarro y la burguesía a modo de particular clase media española “avant la lettre”. Pero es cuando su paleta se suelta -cuando la libertad creadora surge- el momento preciso en el que aparece el Goya genial, que deja al espectador estupefacto por su autonomía creativa que elimina los límites del tiempo, por la mordacidad crítica que despliega –algo poco acostumbrado entonces en el mundo del arte-, por su plasticidad, por la distorsión de los géneros hasta ese momento practicados. Es el Goya de las pinturas negras de la Quinta del Sordo, y es el Goya de los grabados y de sus cuadernos, de los bocetos y de los dibujos con tinta y aguada.

La modernidad en dibujos y grabados
En los grabados y en los dibujos, el pintor aragonés actúa a su libre albedrío. No son pinturas de encargo ni deudas con amistades. Desarrolla en ellos un estilo que es el que los eleva sobre la aparente condición menor de su técnica. Hay dibujos y grabados sin fondo, en los que los personajes flotan, sostenidos, a la manera del “Pablo de Valladolid, de Velázquez, con un hilo invisible que los sujeta al cuadro. Es lo que Pierre Schneider llamó el “fond sans fond”, o el “fond perdu”; en otros, en cambio, los rellena de personajes secundarios que, como en una buena película de John Ford, enriquecen con su presencia la escena. Abusa de la perspectiva o la interrumpe de manera abrupta. Las manchas suponen un contraste frente a la línea o a la aguada y adquieren un valor dramático o narrativo. La factura es vigorosa. Los temas elegidos suponen una carga explosiva que no deja títeres con cabeza: no solo critica a los nobles zánganos e improductivos, afrancesados y huecos, de un cateto subido, y a la religión y a los maestros ignorantes, también la emprende contra la agresividad del pueblo llano, que en ocasiones roza el sadismo. Toda la serie de los Caprichos, de 1799, destila una violencia inédita hasta el momento en la pintura. Solo Brueghel el Viejo, en “El Triunfo de la muerte”, o El Bosco se acercan a él.

La crítica francesa presenta a Édouard Manet como el padre de la modernidad en la pintura. Pero Manet no sería nada sin el precedente de Velázquez y de Goya. En ocasiones, la modernidad del pintor aragonés alcanza un grado supremo de irreverencia. La fuerza atrayente de “Las Majas” no reside solo en esa lúcida dualidad entre vestida y desnuda; ni siquiera en el nuevo patrón estético y erótico que supone pintar unos pechos redondeados, gruesos, enhiestos, sino en la mirada provocativa, insinuante de las mujeres a los espectadores. Tiziano pintó “Dánae recibiendo la lluvia de oro”; Velázquez, la “Venus del espejo” y Lavinia Fontana a “Venus recibiendo el homenaje de los amorcillos”, pero pocos pintores hasta el momento habían logrado plasmar una invitación tan descarada al espectador para que se sumara al espectáculo simplemente a través de una mirada directa como la que lanzan las dos majas en pícara armonía con una sonrisa apenas esbozada. Décadas después, con menos carga erótica, Manet utilizó el mismo estilo en su “Olympia”. Goya culmina lo que Velázquez había intuido y propuesto en “Las Meninas”: el papel del espectador en el arte, la pose frontal, el cara a cara que se encuentra con una mirada que sale del cuadro y proyecta su punto de fuga en los ojos del observador, que invita, que provoca, alejada la composición de los cánones teatrales del barroco y del rococó, pero también de la insulsez clasicista de sus contemporáneos.

Un universo femenino
La exposición sobre los dibujos, cuadernos, bocetos y grabados de Goya del Prado está montada con un gusto exquisito en su narración y en la distribución de los espacios. Permite contemplar cada mínimo detalle sin que agobien las apreturas ni estorben las explicaciones. El espectador podrá contemplar también el completo universo de mujeres que el pintor despliega en sus dibujos y en sus grabados. Las hay de todo tipo: afrancesadas, nobles, pícaras, majas, sirvientes, brujas y meretrices. No he citado, a lo largo de esta crónica ni un solo ejemplo de estos grabados y dibujos. Lo hago ahora. A quien visite la exposición –y tiempo tiene hasta el 16 de febrero del 2020-, le recomiendo que se detenga en el dibujo “Sirviente peinando a una joven”, perteneciente al Cuaderno de Madrid: los pechos medio al aire, el volanteo de su cabello, las piernas entreabiertas, la mirada en escorzo leve dirigida al espectador, no solo definen la condición o el oficio de la muchacha sino suponen un culmen de la insinuación erótica mucho más sutil y excitante que la muestra de un desnudo o de una acción carnal explicita. Es la fuerza de Goya, su terrible modernidad concretada en su capacidad para transmitir al espectador, para hacerlo cómplice de una pléyade de emociones: sufrimiento, violencia, sensualidad…, y en la utilización, para la consecución de ese fin, de todos los recursos que ofrece la pintura, desde la arquitectura abovedada de muchos de sus grabados –símbolo de la opresión- hasta el juego de la luz y de las sombras, ahora como alegorías de la razón y de la sinrazón. Símbolos, plasmación de las emociones, crítica social y comunicación con el espectador componen el universo de un genio que anticipa el expresionismo, el simbolismo –qué lástima la desatribución de “El Coloso”: El Prado es el único museo del mundo que pone en duda la autoría de uno de los grandes en su propio inventario-, e incluso el Art Brut.

El cráneo de Goya
La exposición de los dibujos y grabados de Goya en el Prado coincide con una especulación a la que todavía le queda un trecho para convertirse en noticia: el descubrimiento en Burdeos del cráneo del pintor, que en un momento indefinido fue separado del cuerpo, desapareciendo. El genio aragonés murió en Burdeos en 1828. Tenía ochenta y dos años. Fue enterrado junto a su consuegro Martín Miguel de Goicoechea, un industrial ilustrado a quien pintó en un retrato hoy perteneciente a la colección Abelló. La doble tumba permaneció en Burdeos hasta que fue descubierta por casualidad por el cónsul español en la ciudad, Joaquín Pereyra, en 1880. Sorprende tantos años en el anonimato, como resulta extraño que los franceses dejaran salir el cuerpo, que al final recaló, después de su exhumación en 1888, en la ermita madrileña de San Antonio de La Florida, que el pintor había decorado con frescos en 1798, ayudado por Asensio Julià, a quien por cierto el Prado atribuye la autoría de “El Coloso”. Pero cuando se abrió la sepultura se encontró que a unos de los cuerpos le faltaba la cabeza. El cónsul supuso que era el de Goya porque en la caja había lo que parecía el gorro de seda marrón con el que dormía pintor. ¿Qué había pasado? Las especulaciones fueron variadas. Por aquel entonces estaba de moda la frenología, ciencia que estudiaba la morfología de los cráneos de seres excepcionales, bien fueran criminales o genios. Puede ser que el propio pintor se lo donara a su amigo el doctor Jules Laffargue. Puede ser que fuera robado por quienes profanan tumbas para vender partes del cuerpo humano a la ciencia. Así quedó el asunto hasta que recaló en el Museo de Zaragoza una “Vanitas”, que representaba un cráneo carente de mandíbula pintada por Dionisio Fierros en 1849, y en cuyo reverso, sobre la madera del bastidor, aparecía una inscripción autógrafa que decía: “cráneo de Goya pintado por Fierros”. El director del Museo, Isidro Aguilera, con quien tuve el placer de compartir estudios, considera muy razonablemente que la inscripción fue un añadido tardío de uno de sus propietarios, el marqués de San Adrián, para aumentar el valor del lienzo. Hasta aquí todo tiene su dosis de lógica y el asunto parecía cerrado. Pero hace unos días, en los sótanos del Museo de Aquitania, en Burdeos, buscando la que posiblemente sea el sarcófago de Michel de Montaigne (1533-1592), el padre del ensayo moderno, se han encontrado un cráneo y una mandíbula sueltos, lo que resucita las cábalas sobre el destino del cráneo de Goya y lo vuelve a vincular con la pintura de Fierros –recordemos, cráneo carente de mandíbula-. Como ha aparecido junto a Montaigne, ambos serán sometidos a prueba de ADN en el 2020, más para buscar su vinculación con Montaigne que por otro cosa, aunque de camino puede arrojar luz sobre el misterio que rodea a los restos del pintor desde1888. Como la casualidad hace de las suyas en este mundo, el Museo de Zaragoza es hoy receptor de otro cráneo también famoso y que ha sufrido a lo largo de la historia distintas peripecias: el cráneo del Papa Luna, el aragonés Pedro Martínez de Luna, intitulado Benedicto XIII (1328-1423), uno de los protagonistas del Cisma de Occidente. El cráneo fue separado del cuerpo y tirado por la ventana del castillo de Illueca, en donde reposaba, por los bárbaros franceses que apoyaban a Felipe de Anjou, luego Felipe V, en la Guerra de Sucesión. O quizá, según otros, fuera en la Guerra de la Independencia. Se cumplía el vaticinio de San Vicente Ferrer que dijo que su cráneo serviría, por hereje, para juego de niños. Recuperado por unos labriegos pasó a Saviñán en donde fue robado en el año 2000. Tras su recuperación y análisis forense hoy se custodia en el Museo zaragozano.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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