Siempre he pensado que no hay mayor locura que deshumanizar al ser humano. Alejarlo de su identidad social, como bien habría dicho Aristóteles, no es más que un despropósito injustificable. Imposible de comprender para aquellos que vemos en lo sociable del individuo la salvación de la humanidad. Nada de humano, por tanto, de sociable, ve este humilde Cronista en el alejamiento del mundanal ruido, la pérdida de la consciencia social y el abandono de la mezcla con los demás, esencia básica del aprendizaje y crecimiento personal. Que por más que me esfuerzo, no logro comprender la grandeza que hay en cerrarse entre los cuatro pétreos menhires que coronan el Juego de Bolos para conformar la Cueva del Monje, si no es para experimentar la laxitud inherente a la ausencia de humanidad y correr al tiempo a contarlo a los demás, pues un experimento sin conclusión y transmisión de lo aprendido es una experiencia fallida a todas luces. Así entiende el que suscribe lo que empujó a Santo Domingo de Silos hacia su cueva a la vera del Eresma o a San Juan de la Cruz para encerrarse periódicamente en aquellas diminutas cavernas calcáreas descubiertas para un servidor por el Maestro Fermín de los Reyes. Sin duda, la intención de los monjes jerónimos conformando el cenobio que albergaba la ermita de San Ildefonso, en el corazón olvidado del Real Parque, hubo de ser aquella de soportar el alejamiento para recobrar las ansias por sociabilizarse a la sombra de aquel gigante castellano en retirada que era Segovia a finales del siglo XV.
Ahora bien, en otras ocasiones, la locura se desarrolla no dentro del individuo, sino alrededor de este, inmerso en el sinvivir de una sociedad que no se alcanza a comprender. Así le debió ocurrir Gerardo, obispo de Segovia a principios del siglo XIII. Anonadada la clerecía a causa de las extrañas decisiones tomadas por el supuesto orate, el Papa Honorio III a través del arzobispo de Toledo y el rey de Castilla, Fernando III, tomó la decisión de inhabilitarlo en la sede, siendo sustituido por el Maestre Bernardo en 1224, tras el oportuno fallecimiento del insano obispo.
Al parecer, el buen obispo cesado andaba preocupado por el reparto de las rentas entre los clérigos integrantes de la mesa capitular
Curioso que es uno, dediqué parte de mi esfuerzo investigador en intentar comprender el sentido de aquella locura que había llevado a un Papa y a Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo guerrero de Toledo, a tomar tamaña decisión. Afortunadamente, encontré cierto documento en el archivo catedralicio que todo lo contiene, si se sabe buscar entre latinajos y letras góticas fracturadas, que aclaró aquel dislate. Al parecer, el buen obispo cesado andaba preocupado por el reparto de las rentas entre los clérigos integrantes de la mesa capitular; del mal uso que se hacía en el compartir y enajenar a los pobres campesinos, villanos y ciudadanos del excedente agrícola que su esfuerzo diario constituía. Obviamente, luchando por repartirse el fruto del trabajo de los demás, poco importaba empujar hacia la locura inexplicable a uno sólo, si en consecuencia se lograba preservar el beneficio de unos pocos bien argumentados.
Mas, aún así, poco argumento me parecía ese para construir ese castillo sobre la nada. En realidad, según reza en el documento citado, la cosa era mucho más profunda que la superficial banalidad reiterativa del saqueo del común. Resultaba que aquellos clérigos habían tenido la feliz idea de enviar al obispo al Concilio de Letrán de 1214, el cuarto desde la constitución de la sede papal, convocado por el tremendo pontífice Inocencio III, peste para borgoñones, ingleses y franciscanos. Allí, el solícito Gerardo había asistido a la conformación de no pocos dogmas, entre ellos el que establecía la familia como base de la sociedad cristiana, siendo por ello el matrimonio el sacramento umbilical del cristianismo. Y, entre debates y vanas discusiones inacabables, se llegó a la conclusión de que tal concepto social, el del matrimonio, quedaba vedado para clérigos ordenados capaces de impartir la eucaristía, pues cualquier relación con mujer alguna ensuciaba la supuesta pureza necesaria para tal liturgia.
Gerardo volvió con la lección aprendida e instó a la clerecía segoviana a abandonar el hábito institucionalizado del matrimonio informal que la inmensa mayoría de aquellos había consumado con sus compañeras. Convertidas éstas en virtud de aquel dogma en concubinas o, peor aún, en barraganas y su descendencia en prole de bastardos, los clérigos segovianos urdieron un plan. Amotinados en concilio secreto convocado en la noble y hermosa villa de Sepúlveda y financiado a razón de cincuenta áureos por cabeza, buscaron el modo de lograr la supervivencia de sus matrimonios y la legalización de sus familias, pues, qué quieren que les diga, no creo que haya nada más importante en la vida ni más necesario para la consolidación social.
Para su desgracia y, por extensión, la del catolicismo desde entonces, la conjura de los clérigos casados, si bien se llevó por medio al loco obispo soltero, indujo a curas y sacerdotes, clérigos y eclesiásticos de toda condición, a un eterno sinvivir en soledad, alejados de la sociedad a la que trataban de asistir sin llegar a comprender jamás. Encerrados en una cueva irreal constituida por la imposibilidad de crear familia donde sociabilizarse, los clérigos católicos vagaron desde entonces a la búsqueda de aquello que les permitiera protagonizar una comunidad de la que, como aquellos esclavos de la caverna de Platón que tan bien conoce Antonio Fornés, solo alcanzan a ver entre sombras y humo, pendientes de una latencia luminosa que muy poco tiene que ver con la realidad que todos experimentamos.
Quizás, entonces, pensando en la locura de aquel pobre obispo soltero, sería mejor preguntarse hasta qué punto es sensato regular con creencias lo que mueve la sociedad. Separar lo sensible de lo inteligible no conduce más que a la pérdida de la razón, al aislamiento y a la tergiversación de una realidad que, después de todo, es lo único que vamos a experimentar conscientemente, por mucho que traten de buscar evidencia alguna en la deshumanización del ser humano.
