Parece que fue hace mucho, pero el mes pasado hemos celebrado con cierto sabor agridulce el cuadragésimo segundo aniversario de la Constitución española por la impugnación que el gobierno -sector UP- hace de ella a día sí, y día también. Objeción, que, si tuviera su origen en un cierto desgaste de sus principios, o en un importante cambio en la sociedad española, tendría sentido, pero desgraciadamente me temo que como decía Salvador de Madariaga, lo que estamos viviendo es más una “verdad desleal” que un “error leal”.
La Constitución es muchas cosas, pero sobre todo es un pacto de convivencia. Nadie en su sano juicio, puede pensar que los españoles -ni siquiera los norteamericanos como acabamos de ver- pueden conducir la relación con sus compatriotas sin algún tipo de ordenamiento. En el siglo V antes de Cristo los romanos establecieron la Ley de las XII Tablas, el primer código de la antigüedad que regulaba la convivencia entre los ciudadanos. Todos sabemos que la convivencia es conflictiva y la democracia es la gestión del disenso, por lo que parece razonable que el Derecho responda a una necesidad de ordenación de la arbitrariedad y el caos.
Además de representar una voluntad pacífica de convivencia, la Constitución es un compromiso entre los ciudadanos y las instituciones: tanto entre los propios ciudadanos, como entre las propias instituciones, como entre los ciudadanos y las instituciones, y la diferencia entre vigencia y prescripción es una fina línea llamada lealtad: de nada sirve la Constitución técnicamente más perfecta o más moderna del mundo si no existe la voluntad de cumplirla, y al contrario, el texto más sencillo e imperfecto será plenamente válido si las instituciones y la sociedad tienen intención de cumplirla.
Cuantas veces nos habían dicho a los españoles que teníamos una incapacidad congénita para vivir en libertad y democracia, y sin embargo por la iniciativa de SM el rey Juan Carlos I, la Transición y la Constitución de 1978 trajo la solución a tres asuntos básicos que nos enfrentaron durante doscientos años: la forma de la jefatura del Estado, la organización territorial y diversos aspectos de las libertades individuales y colectivas.
También la participación del ejército y las órdenes religiosas en la vida pública. En palabras de Landelino Lavilla, todo ello encontró un cauce de solución cuando en los años setenta se produjo la “inversión de una dinámica política de divergencia y confrontación estimulada desde los extremos, sustituyéndola por otra de convergencia”. Los intentos de convivencia que se habían producido en España desde la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812 fracasaron más temprano que tarde por su carácter sectario, que hizo que a lo largo de nuestra historia nos haya faltado un talante más conciliador, prefiriendo los españoles construir desde cero, a reformar lo existente.
“Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal”
Los constituyentes no hicieron otra cosa que plasmar el ánimo de reconciliación que desde hacía muchos años la sociedad española había abrazado. La España oficial se encontraba aún en una dinámica de vencedores y vencidos, pero tanto la oposición del exilio como la poca interior que había o los reformistas del régimen hacía mucho que estaban en la reconciliación. El discurso de Negrín en Londres en el verano de 1941 hablaba de la reconciliación de todos “porque todos eran nuestros hermanos”, el fallido pacto de San Juan de Luz en 1948 entre monárquicos y republicanos, la política de reconciliación nacional iniciada por el PCE en 1956 o las algaradas estudiantiles de la universidad central, el Contubernio de Munich en 1962 o los espacios de convivencia como Cuadernos para el Diálogo cuyo consejo de redacción presidido por D. Joaquín Ruiz-Jiménez fue, en palabras de su yerno Rafael Arias-Salgado, “un fiel reflejo en pequeño del parlamento de las primeras elecciones” de 1977. Por lo tanto, como dijo Adolfo Suárez había que “elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal”.
Si bien el régimen no tenía viabilidad una vez fallecido quien lo encarnó, Suárez tuvo que vencer las impaciencias rupturistas de la oposición y las resistencias continuistas de los franquistas. Y para su proyecto de vida en común, no podía prescindir de ninguno de ellos. Todos eran necesarios. Miguel Roca, padre de la Constitución y representante parlamentario de la minoría catalana durante la Transición, cuenta a menudo que, saliendo de una cena, se le acercó un señor por la calle y le dijo “esto tiene que salir bien”, se refería, como no, a que no se podía dejar a nadie fuera, como así fue. Por lo tanto, el éxito de aquel proceso estuvo en la marginación de textos dogmáticos a través de un compromiso entre “los ideales de los ponentes constitucionales y la realidad”, y la integración de todos los representantes de la soberanía nacional.
Alfonso Guerra, protagonista del pacto constitucional, ha dicho que es más apropiado hablar de modificaciones “en” que “de” la Constitución. Entre los constitucionalistas de uno y otro signo, existe un amplio consenso sobre las modificaciones que necesita nuestra Carta Magna: modificar la preeminencia del varón a la sucesión a la Corona, nombrar las autonomías, hacer una referencia a Europa, y finalmente, convertir el Senado en una auténtica cámara de representación territorial. Sobre otras reformas hay poco consenso. Pocas personas son partidarias de sacralizar el texto constitucional, aunque muchas creemos en la necesaria mitificación –“para enraizar los hábitos”– del acto fundacional de nuestro sistema político contemporáneo. Existen imperfecciones, pero también potencialidades.
Todos estamos sometidos a su lealtad, y todos tenemos la legitimidad y el deber de reclamarla
¿Estamos dispuestos a respetarla?, entre atónitos y sorprendidos asistimos a una disolución del espíritu constitucional que desde posiciones políticas insolidarias, partidistas y egoístas están poniendo en riesgo los valores y principios constitucionales, desnaturalizando el pacto constituyente con imprevistas e insospechadas consecuencias para la convivencia. Si bien los partidos políticos no se caracterizan por la solidaridad, la imparcialidad o la generosidad, los que ejercen la política sí han jurado o prometido la lealtad constitucional. Todos estamos sometidos a su lealtad, y todos tenemos la legitimidad y el deber de reclamarla.
Según el diccionario de la RAE, leal significa “que guarda la debida fidelidad” que “guarda fe o es constante en sus afectos, en el cumplimiento de sus obligaciones y no defrauda la confianza depositada en él” .Echamos en falta, por tanto, una conducta externa de los políticos que proyecte el sentimiento y espíritu constitucional como sostén de sus principios y valores. Fundamentalmente un diálogo franco entre gobierno y parlamento, entre mayoría y minoría, entre el poder judicial, el legislativo, el ejecutivo y los representantes autonómicos. La lealtad requiere que los diálogos sean auténticos, demostrando que se pueden alcanzar soluciones pactadas y mayoritarias. Ya lo decía Diego de Saavedra Fajardo: “Dudar de la fidelidad hace infieles”. Tendemos equivocadamente a calificar a las instituciones dependiendo de la cercanía política de sus miembros, pero cada institución debe ejercer plenamente sus competencias con respeto y sin interferencias preservando su legitimidad democrática siempre que actúe de acuerdo con las provisiones constitucionales. Y los diputados tienen un mandato representativo, no imperativo, por lo que no hay que olvidar que son representantes de la soberanía nacional, no de los partidos. Solo hay un camino, el de la democracia liberal que respeta las reglas del juego. Con la ocupación de la sede de la soberanía popular en Washington hemos visto cómo la corrosión y destrucción del populismo arrasa con nuestros usos democráticos, y asusta la facilidad con la que se pueden revertir las conquistas democráticas, por eso hay que cuidarlas todos los días. Voces más autorizadas que la mía como la de Manuel Aragón, Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional, vienen advirtiendo de la peligrosa deriva de no creerse nuestra Constitución. También más recientemente, el administrativista Tomás Ramón Fernández, quien ha denunciado el “gravísimo deterioro que ha sufrido nuestro ordenamiento jurídico”.
Esperemos que, aunque retóricamente y salvando las distancias, las consecuencias de la falta de observación en los principios descritos, no nos lleven a repetir la terrible frase que, con motivo de los sucesos del cantón de Cartagena, Cánovas le dijo Castelar: “Vuestra señoría tiene la triste gloria de tener que bombardear a los que sedujo con su elocuencia”.
(*) Director de la Fundación Transición Española. Madrid, enero 2021.
