Reconozco que soy un poco chaquetero con aquello que llaman “mi segundo equipo”. O sea, que no lo tengo. A mi condición colchonera le añado, según lo que ofrezcan, y no siempre, un concreto favoritismo hacia el Real Madrid o el Barcelona. Así, me atrajo el Madrid de Butragueño, después pasé a preferir el Barça de Cruyff para volver al Madrid de Zidane y quedarme durante más de una década con el Barça de Messi, siempre con mi Atleti no bastantes peldaños por encima, sino en una dimensión superior, inalcanzable. Últimamente, como la mayoría de las veces, ni fu, ni fa. Ni uno, ni otro, a la espera de que Lamine Yamal termine de convencerme, que le queda poco.
En este momento transitorio se me vino encima la Supercopa de España, ese sinsentido de escaso valor deportivo, pero de pingües beneficios económicos que, ante la avidez humana, quizás se convierta en el antecedente de acabar viendo los encierros de San Fermín en Riad, Yeda o La Meca. La ciudad que más pague.
Pero, ya que estábamos, me senté a ver la final con mayor tendencia a Concha Espina, que a la Travessera de Les Corts. Sin otro motivo, en esta decisión, que mi rechazo al agravio del caso Olmo (y Pau Víctor) en beneficio culé. Me hizo gracia el gol de Killian Mbappé y, por una vez, pensé que el Real Madrid me daría una (mini) alegría. Pero a medida que avanzaba el partido, mi favoritismo merengue se iba transformando en convencido apoyo barcelonista. No me molestó el empate, me despertó curiosidad el penalti de Lewandosky y para el descanso (4-1), ya no tenía ninguna duda.
Prometo, ante esta experiencia, separar lo extradeportivo (incluido, por supuesto, lo político) de lo estrictamente deportivo y guiarme por la esencia de cada cosa, para seguir siendo chaquetero. Menos mal que soy del Atleti, el equipo semper fidelis (con permiso, Félix) a su esencia.
