“Contigo por la vida, siempre» fue el lema con el que se celebró ayer, 25 de Marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, la Jornada por la vida. Este día la Iglesia celebra el misterio de la encarnación, cuando el Verbo de Dios asumió, por amor, nuestra naturaleza humana para llevarla a su plenitud. Cuando escribo este artículo, el viernes por la noche, lógicamente, desconozco cómo se ha desarrollado esta Jornada.
El lema es una invitación a acompañar cada vida humana desde su concepción hasta su muerte, teniendo especial solicitud en aquellas situaciones en las que la vida es más vulnerable.
José Luis Segovia Bernabé, Vicario para el Desarrollo Humano Integral y la Innovación de la Diócesis de Madrid, con el título “Por la Vida y por un Cristianismo integral” , partiendo de una afirmación del cardenal Osoro: “Cuestionar la vida es un atentado contra la paz, que se ve amenazada por los conflictos bélicos y la violencia, pero también por el hambre, la no acogida del otro y la idea, traducida en leyes, de que somos dueños de la vida”, hace una reflexión profunda que les acercaré en dos artículos.
“A propósito de algunas leyes recientes, dice José Luis Segovia, constatamos una peligrosa deriva cultural: el aborto, inicialmente considerado como un mal en sí, pasó a ser tratado como un mal inevitable en ciertos plazos y supuestos; ahora pretende configurarse como un derecho, como un bien a expandir. Se trata de una infeliz confusión. Los derechos son los más sublimes satisfactores institucionalizados de las necesidades humanas.
Satisfacen, defienden, dan voz, incorporan, protegen, aseguran, incluyen y procuran cuidados; no asfixian, ni violentan, ni silencian definitivamente, ni excluyen, “ni interrumpen”. Todo sea dicho desde el respeto inmenso que suscita la situación angustiosa de muchas mujeres, las terribles circunstancias que les conducen a la toma de trágicas decisiones, ahora más precipitadas, y los legítimos debates sobre la mejor técnica jurídica para abordar el fenómeno. En todo caso, el aborto, lejos de ser prevenido con un sistema social más justo, protector de la familia, integrador y equitativo, acaba precipitando a bastantes mujeres a la exclusión social y a la más literal inexistencia, sobre todo si son extranjeras en situación administrativa irregular. Paradójicamente, se les niegan otros derechos pero se les procura un fluido y aséptico acceso a la “interrupción del embarazo”.
Lo peor es la banalización de la vida humana, la trivialización de un acto cruel de violencia mortal y una innegable y encubierta mercantilización, salvajemente capitalista, de la existencia. Y ello, por más que defiendan el aborto unos que supuestamente se oponen a ese modelo, pero no son capaces de ofrecer más justicia y menos dualización social; y otros que sacralizan la libertad individual (“libertad frente a la coacción”), pero se desentienden de la “libertad frente a la miseria”. Mientras, por el camino, se deja caer al descuido el derecho a la objeción de conciencia.
Entrando en mayores concreciones, desde un plano formal, no puede pasarse por alto la muy deficiente técnica legislativa que viene aplicándose con demasiada frecuencia. Sin juzgar intenciones ni personas, a veces se producen incompetentes improvisaciones, que no tiene en cuenta la totalidad del ordenamiento jurídico penal y el irreparable efecto dominó que produce cualquier reforma cuyas consecuencias —encima— se tratan de endosar a los jueces. Además, cada vez es más frecuente que el Gobierno obvie las consultas preceptivas a los órganos especializados que deben informar. Súmese la ya arraigada costumbre de legislar por decreto-ley. Todo ello compromete algo muy serio: dejan maltrecho el principio de participación que es la base ética de la democracia y comprometida la separación de poderes, base del Estado de Derecho. Traducido al román paladino: las personas no somos borregos y el poder cuanto más concentrado se encuentre, más tiende a la corrupción. Si a ello se suma la utilización de atajos y subterfugios legales que no es aquí cuestión de desarrollar, da la impresión de que las leyes no tienen como vocación el bien común, las demandas de la sociedad y la defensa de los derechos de las personas más vulnerables, sino la resonancia de intereses muy localizados”.
