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La Cuaresma en Miguelánez

por El Adelantado de Segovia
15 de marzo de 2020
en Segovia
Migueláñez.
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“Es más largo que la Cuaresma”. Era un dicho que circulaba por nuestra vieja Castilla para referirse a algo largo en el tiempo.

Efectivamente, preludio de esa larga etapa eran los días de algarabía, colorido y divertimento de Carnaval, que antaño con mucha gente joven y chiquillería llenaban el pueblo en esas breves fechas de vacación escolar y que se celebraban por todo lo alto, desde el Domingo Gordo (domingo de Carnaval, quincuagésima según la liturgia de entonces), así denominado porque al consabido cocido se le añadía el exquisito chorizo gordo de la matanza. El lunes era el día de los chicos/as de la escuela, que disfrazados pedíamos por las casas para celebrar esa noche una cena, cada año en una casa distinta. El martes era el día grande carnavalero; era el día de los quintos, que con un carro recorrían el lugar pidiendo vino, chorizo, huevos… para celebrar una comida y posteriormente “correr el gallo” en la plaza (algo que fue prohibido más tarde); un alegre baile en la plaza cerraba esos alegres días.

Pues bien, “doña Cuaresma” vencía al Carnaval, y he aquí que el Miércoles de Ceniza, Don Laureano, el maestro, nos llevaba a la iglesia para el rito del día. Pero esa fecha, quizás como nostalgia del recién acabado carnaval se organizaba entre los jóvenes una chocolatada con gran divertimento; siempre el chocolate, tan unido a la historia de Migueláñez, marcaba un final o inicio de nueva época del año, pues se celebraba el 28 de diciembre señalando el final de los tres días festivos de Pascua de Navidad, el Miércoles de Ceniza -comienzo de Cuaresma-, así como el último día de alguna fiesta señalada, como Santa Águeda.

La Cuaresma era, por aquellos años 50 ó 60, una época en cierto modo gris, pero al mismo tiempo con unas características bien marcadas en cuanto a prácticas religiosas populares, juegos y gastronomía.

Don Mariano, el cura, era el motor de la moral y costumbres cuaresmales.Los viernes de este tiempo, celebraba el Calvario (Vía Crucis) y por ser a las 16 horas, los chavales nos librábamos de la última clase, ya que el maestro nos llevaba a ese acto.

En esos albores de la primavera, el cura, los domingos hacía el Vía Crucis saliendo de la iglesia camino de una pequeña elevación denominada Calvario. Era tan exigente que los que a esa hora se encontraban en los bares de la plaza cerraban puertas y ventanas, pues alguna vez este pintoresco cura entraba enojado por ellos, para que se unieran al rezo. ¡Qué cosas!

Como actos de iglesia recuerdo dos: el Miserere y las Tinieblas; el primero tenía lugar los viernes por la noche, y con órgano y gran concurrencia se cantaban unos salmos mientras un monaguillo subía y bajaba una cortinilla en el altar del Crucificado. El segundo, las Tinieblas, se oficiaba un día de la semana de Pasión, y en el momento que Don Mariano pronunciaba “Tormentus Deo” se apagaban todas las luces del templo y en la oscuridad total se golpeaban bancos, reclinatorios, se sonaban con gran estrépito carracas y matracas… Pero esto tuvo su final, ya que en el tumulto, cierto año, le fracturaron la muñeca al severo maestro Don Laureano y eso supuso el accidentado ocaso del oficio de Tinieblas.

Ni que decir tiene que en esta época el baile era suprimido hasta la llegada de Pascua; cine sí había, aunque el domingo de Ramos era obligada una película de carácter religioso. Las imágenes de los altares, desde el domingo anterior a Ramos, se cubrían de morado, y hasta nos decían que no se podía cantar si nos veía la torre, así que para entonar lo hacíamos en sitios que la torre estaba oculta. Jajaja!.

Cada juego tradicional tenía su época y esta de Cuaresma tenía unos muy marcados, entre los que destacaría, entre los chicos, el tango, las canicas y los hincates; este último consistía en unas estacas rectas, de unos 40 centímetros acabadas en punta que clavábamos en el terreno húmedo de las eras, siguiendo unas determinadas reglas. Los jóvenes y adultos jugaban la tarde del domingo largas partidas de tango depositando las monedas en la base que eran ganadas por el vencedor de cada jugada. El otro juego cuaresmal era la “calva”, consistente en un leño en forma de uve abierta al que desde cierta distancia había que golpear con un rodillo de granito o de hierro. Era el entretenimiento dominguero seguido de la merienda de escabeche, huevo duro y aceitunas preparado por el desaparecido bar La Parra, que pagaban los perdedores de la partida, antes de asistir a la sesión dominical de cine.

Pero, sin duda, el juego más característico era “los bolos”. Este juego lo practicaban la mujeres a diario por la tarde y consistía en golpear con una esfera de madera maciza, con unos orificios para meter los dedos, unos bolos colocados horizontalmente en torre, al mismo tiempo intentando derribar otro colocado verticalmente a distancia y procurando pasar el mayor número de ellos posible. Cada barrio tenía su partida de bolos, pero el lugar más genuino era el de la plazuela, pues en él intervenía María la Toñita, personaje peculiar por sus dichos y refranes y que imprimía al juego una vitalidad y alegría contagiosa. Cada día el equipo perdedor ponía unas “perrillas” y, ya por Pascua, con la recaudación celebraban una merienda en el campo.

No podían faltar en esta época las peculiaridades gastronómicas. El cocido diario era sustituido los viernes por el potaje, que aquí se elaboraba con garbanzos, arroz, bacalao, espinacas y un buen sofrito de ajo, cebolla y pimentón de la Vera, y recuerdo que a veces añadían castañas pilongas, que al hervir se ablandaban y daban un sabor especial. El bacalao era el rey de esos días; recuerdo las enormes “bacalás” colgadas del techo en la tienda de Máximo Polvorín, junto a esas latas enormes de escabeches y los arenques formando círculos en esas medias cubas de madera.

Una actividad que reunía a unas cuantas vecinas era la elaboración de bollos y magdalenas para celebrar la Pascua. Como no todas las casas tenían horno de bola, las vecinas se ponían de acuerdo y se ayudaban mutuamente en la elaboración periódica de esos dulces, que se guardaban en las clásicas cestas de dos tapas que colgaban de ganchos del techo de las despensas.
Mariano el Bizcochero tenía esos días gran actividad y a los afamados pasteles unía las rosquillas de Pascua, tan apreciadas, entre las que destacaba una con muchas filigranas y muy decorada con dulces de colores y de un tamaño enorme que luciría la Virgen en el manto en la procesión del Domingo de Resurrección.

Pues bien, el paso del tiempo y la despoblación ha reducido mucho al recuerdo, aunque se ha potenciado últimamente con ilusión la Semana Santa con sus manifestaciones tradicionales, siendo el Viernes Santo uno de los dos días del año en que se venera la reliquia del Lignum Crucis que custodia la parroquia; la gastronomía tradicional se sigue manteniendo y los juegos tradicionales actualmente se practican en las fiestas de verano, cuando el pueblo está más concurrido.

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