Un emporio gastronómico es fortaleza de la ciudad de Segovia. La proliferación de restaurantes típicos, especializados en asados castellanos –cochinillo y lechazo- arma su base. Las economías de aglomeración –presentes en este caso- se definen como ganancias de productividad, derivadas de la concentración de establecimientos del mismo rubro dentro del perímetro urbano. Una idea subyace: el todo es algo más que la suma de las partes.
Alfred Marshall, padre del concepto, planteaba cómo algo parece flotar en el aire de ciertos lugares, que les otorga un halo para el desempeño de ciertas actividades. En algún momento, calculé un indicador: Segovia era la segunda ciudad española –por detrás de San Sebastián- con mayor número de “soles” otorgados por la “Guía Campsa” en relación a su población.
Estos fenómenos se repiten por el mundo. En las afueras de Hanói, capital de Vietnam, hay un enjambre de establecimientos especializados en servir un plato específico: carne de serpiente. Lo mismo ocurre en torno al templo más antiguo de Taipéi, donde se encuentra el mercado nocturno con mayor animación de la metrópoli taiwanesa. La escenografía incorpora aprendizaje sobre la cadena alimentaria. De forma transparente, los clientes potenciales pueden contemplar a los reptiles vivos; mientras, los ratones próximos a engrosar su dieta permanecen en jaula anexa al recipiente que aloja a los pobres ofidios. Desde el punto de vista del análisis económico, lo relevante es el agrupamiento hostelero, con independencia del supuesto manjar ofertado, trátese de cochinillos, corderos o serpientes. A mí me gustan los asadores de Guetaria, donde se sirve el mejor besugo del planeta.
La rivalidad interna entre restaurantes bombea competitividad: un incentivo para el buen hacer, que atrae público y personal cualificado. En presencia de vecinos notables, no se puede bajar el listón. El caso de Cándido “versus” Duque lo ejemplifica. A finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, toda España estaba pegada a la pequeña pantalla para ver en familia el mítico concurso “Un, dos tres…responda otra vez”. La pareja ganadora tenía opción de hacerse con un coche o un apartamento en Torrevieja, tras surcar un laberinto por donde pasaban personajes varios. Los dos mesoneros históricos de Segovia integraban dicho elenco, mediante rotación: una semana aparecía uno; y, el otro la siguiente. El programa de Chicho Ibáñez Serrador, quien llegara desde una Argentina con formatos televisivos más modernos, marcó un antes y un después en la gastronomía local. Vaya escaparate publicitario.
Cándido fue anticipo de personajes mediáticos, tipo Arguiñano, en época que no hacía sospechar la entronización actual de la cocina hasta los altares de la cultura “pop”. En los años sesenta, ir a un buen restaurante era lujo que pocos se podían permitir. Veníamos del tiempo de los merenderos. El Mesonero Mayor de Castilla editó algún libro de recetas; y se publicó su biografía a raíz de las conversaciones con un periodista. El ritual del plato para cortar el cochinillo, cual representación teatral, convirtió al restaurador en “showman”. Y ponía las bases anticipatorias de la gastronomía como espectáculo, tendencia llevada hasta el paroxismo en el siglo XXI. De la mano del cocinero Urrialde, el hostelero se apuntó un tanto vía inclusión en carta de manjares, antaño ninguneados, como los judiones de La Granja.
Algunas variables habrían sido estratégicas para ubicar a Segovia en el mapa culinario global: eclosión del turismo internacional; cercanía a Madrid; sinergias con la visita monumental; y proliferación de rodajes cinematográficos, encabezados por estrellas rutilantes como Cary Grant, Sofía Loren o Joan Fontaine –cuya doble en alguna escena fue una mujer segoviana-. Si los estadounidenses están obsesionados con elaborar “rankings” de casi todo, comer en Cándido figura en “1000 sitios que ver antes de morir” –un “best seller”-.
La suma de restaurantes señeros convierte a Segovia en imán, capaz de multiplicar la llegada de público vía fuerzas de atracción del polo hostelero. Si la diferenciación como capital del cochinillo asado apoya el atractivo de este destino, la etiqueta de calidad de su producto con “Marca de Garantía” atestigua la cooperación dentro del sector.
En este juego híbrido, la rivalidad representa la otra cara de la moneda. La existencia de competidores evita posiciones rentistas y acomodaticias. El “test de Zuckerberg” contrasta cómo las jerarquías no son intocables. Cuando el fundador de Facebook visitó Segovia, optó por José María. Todo un titular para el mundillo culinario. La académica más experta sobre el “Silicon Valley” acuñó una metáfora que me encanta. Se refiere al enclave tecnológico como “lugar proteínico”, en el cual muchos empleados fundan sus propias empresas. Ello también acontece en el caso segoviano, donde, desde el orgullo “fuenteovejunero” –nadie es más que nadie-, existe cultura compartida del emprendimiento. Así, antes de establecerse por cuenta propia, José María Ruíz tuvo vinculación laboral con el Mesón de Cándido, cantera de nuevos restaurantes –el desaparecido Garrido habría sido caso similar-.
Un mesón primigenio puede arbitrar ventaja que aligere las barreras de entrada en áreas conexas –o viceversa-; y, las inversiones en negocios paralelos alumbran fortalezas posibles, así como riesgos notables. Algunas extensiones apuntan hacia un patrón de integración, susceptible de buscar complementariedad con hoteles, otros restaurantes, carnicerías y viñedos. Pago de Carraovejas (vino) ratificaría la experiencia más exitosa: eso del maridaje entre viandas y líquido elemento queda “guay” en tiempos postmodernos.
Un público local exigente enriquece al conjunto. De forma no casual, la capital cervecera de los Estados Unidos es Milwaukee, conocida por su amplísima colectividad de origen alemán. Unos consumidores avezados en cuestión de lúpulos alzaban el listón. Si una marca lo hacía bien en casa, tenía mucho terreno ganado para competir en el resto del país. ¿Qué podemos decir sobre Segovia? Las personas con cierta edad entienden, sobre todo, de longanizas y pan.
El chorizo tipo “Cantimpalo” todavía es identificado en Argentina o Paraguay; y los recuerdos nostálgicos sobre “la matanza” resultan recurrentes en conversaciones entre conocidos al pie del Acueducto. En tierra de cereal, cuántas panaderías anuncian su provisión de panes artesanos de pueblo: Garcillán, Valsáin, La Granja, Otero, etc. Un pariente finado solía parar en carretera para catar hogazas. La cuestión del pan no es baladí en cocina de moje. Algunos nativos presumen de ser expertos en lechazos; y se ensalza un restaurante con raíces en Sacramenia, cual “boca a oreja” que ya llega a Madrid.
Los segovianos son carnívoros; y sorprende el número de carnicerías, incluida alguna que solo procura productos del cerdo, dato que deja entrever un público entendido en la materia. Los restaurantes promueven factor de arrastre para proveedores; y esto beneficia a los consumidores segovianos. Si Mercamadrid es el primer puerto de España, Segovia alardea de camión directo desde La Coruña que abastece a ciertas pescaderías. Un lujo posible gracias a la demanda derivada del emporio de restaurantes -externalidad positiva-. La buena repostería es complemento del entramado “gourmet”: la pastelería decana atesora tradición como proveedora de la Casa Real; y su ponche pionero ha sido portado en viajes de Estado.
La división del trabajo posibilita intentos por diferenciar el menú, para salir del sota, caballo y rey sin perder las esencias. Maracaibo ha cultivado la cocina creativa desde hace mucho tiempo. Mi recuerdo: su helado de vino de Valtiendas. En la puerta, un cartelito señala la participación reciente en “Masterchef”, franquicia televisiva global. Un premio.
No obstante, uno de los empresarios más formados del gremio me decía, hace tiempo, que los madrileños buscan en Segovia “comida de pueblo”. La autenticidad de una experiencia “retro”, con platos tradicionales, tal vez sea ventaja principal para sobrevivir sin perder el rumbo. El futuro se antoja turbulento en orbe urbanita de millennials, seducidos por oferta variada, “in crescendo”, que incluye desde sushi o cebiche hasta platos veganos y nouvelle cuisine.
