La elección de la Reina y las Damas de las fiestas no es un capricho folclórico, sino un rito de pertenencia. A través de bandas y coronas, las jóvenes asumen un papel público que las vincula con la memoria colectiva: representan a su barrio, a su peña, a sus abuelas que bailaron antes en la misma plaza. La designación las sitúa en el centro de un relato común y les ofrece un aprendizaje cívico: hablar ante el pueblo, agradecer, acompañar actos, marcar el paso de los días grandes. También es una escuela de identidad: se ensayan tradiciones, se reconocen acentos, se tejen amistades que perduran.
Ese sentido de pertenencia se refuerza con la ceremonia compartida de peñas y quintos. Las peñas enseñan el abecé de la convivencia festiva: preparar charangas, decorar locales, organizar comidas, sostener el ánimo cuando la lluvia amenaza. Los quintos, con sus camisetas y su calendario de actos, recuerdan que cada generación custodia el testigo y lo entrega en mejores condiciones. En ambos casos, el protagonismo de las jóvenes y su trabajo invisible consolidan la fiesta como un bien común.
La fiesta, además, se ensancha con quienes llegaron de otros países. Nuevos apellidos, otras músicas y recetas se incorporan sin desdibujar lo propio. Una joven ecuatoriana puede ser Dama; un chico marroquí puede cursar como quinto; una peña mezcla dulzaina con cumbia y nadie se extraña. El resultado es una identidad dinámica, orgullosa y hospitalaria, donde la banda de la reina simboliza un compromiso compartido: celebrar juntos, respetar la historia y abrir espacio a los que vienen.
