Sobrecoge hasta lo más profundo del ánimo poder contemplar con adecuada accesibilidad, serenidad y silencio -tres parámetros casi imposibles de obtener en El Louvre, donde se encuentra, y en otros tantos museos- el cuadro de Théodore Géricault “La Balsa de la Medusa”, que concursara en el Salón de París en 1819. Y lo hace, no sólo por sus enormes dimensiones -unos 35 metros cuadrados -; o por su magistral muestra de emociones y pasiones en una situación límite de un grupo humano, como la que representa; o por la muy precisa paleta de colores oscuros que traen a colación la angustia y el desamparo sentidos; sino también por ser la visión del autor sobre un hecho real que consternó a la sociedad francesa de la época, al que quiero hacer referencia en las líneas que siguen.
Fue en 1816 cuando la recién reinstaurada monarquía de Luis XVIII organizó la consiguiente expedición para hacerse cargo de la ciudad senegalesa de Port Saint Louis, tras acuerdo con los británicos. Cuatro buques formaban parte de ella, yendo el futuro gobernador en el “Méduse”, que acogía a más de 400 personas. El capitán del barco, Duroy de Chaumereys, había sido nombrado para el cargo sin acreditar prácticamente experiencia de mando ni de navegación durante los años napoleónicos, es decir, en las dos últimas décadas. Nombramiento más que extraño que respondía al único mérito de saber moverse con sagacidad entre las nuevas bambalinas parisinas, muy alejadas del mérito y la capacidad como criterios de selección mínimamente exigibles.
Entre la prisa del gobernador por llegar a puerto, el servilismo del capitán y su manifiesta impericia, con el abandono de las reglas de navegación y comunicación que dictaba el conocimiento de la época, el “Méduse” se alejaba del resto de la flota para finalizar encallando frente a la costa mauritana. Allí terminaría por hundirse una magnífica fragata, orgullo de la marina francesa, botada sólo seis años antes. La mayor parte del personal presente era distribuido en tres botes, que no eran suficientes para todos, y una balsa construida sobre la marcha, que alojaría a 151 de los pasajeros. Inicialmente, la almadía fue tirada por los botes, hasta que llegaron a la conclusión de que, de seguir así, sería el fin para todos. Por ello, decidieron soltarla y dejarla a su suerte.

Trece días a la deriva, bajo la intemperie y sin viandas. Suicidios, violencia y canibalismo. Casi nula esperanza para los escasos 15 supervivientes que terminaron por ser rescatados por el Argus, uno de los buques de la expedición, cuyo momento de avistamiento es el representado en el cuadro. Enorme escándalo en Francia por la conjugación en el desastre del clientelismo, la falta del más mínimo pudor en los procesos de asignación de cargos, o incluso la desvergüenza de las actuaciones posteriores por parte de las instituciones. El capitán sólo fue condenado a tres años de prisión, por haber abandonado a los inquilinos de la balsa. Nada de responsabilidades sobre su nombramiento, su impericia, o el modo de ejercer el mando desafiando a toda regla lógica que pusiera por delante el bien común de todos al del gobernador en suerte. Nada.
Volvamos al cuadro. Los negros nubarrones que oprimen la escena desde la parte superior nos podrían empujar a interpretar esta singladura como el último viaje de los desgraciados que siguen en la balsa, en una especie de barca de Caronte que recorre la laguna Estigia en demanda de su lúgubre destino final. Entre ellos, quiero destacar a esa especie de émulo estoico de Marco Aurelio, que se sitúa en la parte de atrás, con mirada perdida hacia el pasado, y un jirón en cabeza y espalda de una presunta toga púrpura que, como bien sabe el lector, representaba en el mundo romano el más alto escalón de dignitas y auctoritas. Por ello, les ruego que me permitan interpretar a este precursor de la obra de Rodin, como el momento cumbre -dentro de tan trágico despropósito – en que la “buena gobernanza” llega a preguntarse: ¿cómo hemos podido llegar a esto?
Por supuesto, no hemos traído a estas páginas el tema de la “Balsa de la Medusa” para que se quede en una simple descripción de un hecho real a través de una representación artística, por grandiosa que nos parezca. Ha venido para ilustrar, en el contexto español actual, a la pregunta del filósofo, que repito: ¿cómo hemos podido llegar a esto? Dejo a la elección del lector el ámbito de definición precisa de la estructura social o política que pueda encontrarse en estos momentos en la situación de los náufragos. A quien esto firma, lo único que le importa es que no nos estemos refiriendo a la nación española, aunque tenga mis dudas.